No espere el lector indulgente encontrar demasiados tópicos al uso en este escrito, ni prejuzgue en el mismo dulzuras que, a decir del título, puedan ser libadas. Va de ácido, o más bien de agridulce. Algo así como el gazpacho, que su sabor pica, pero resulta un buen refrigerio. Y es que hablar de los calores, sin estereotipos, tiene su enjundia.
Para empezar, yo pienso que el calor también es clasista. Esta achicharrante humedad mediterránea no castiga a todos por igual ni con el mismo rasero. Quienes viajamos en el metro, en cualquier línea (no digo ya en la azul o la roja), hemos de sentirnos auténticos parias y desheredados. Vamos, lumpen esencial. Mientras, algunos terracean y doran sus pellejos bajo el tórrido Lorenzo (así llaman algunos castizos a mi sol). De otros, aun recién aseados -eso sí- con una apremiante ducha y cubiertos como Dios manda, sus ingles desprenden fragantes partículas que fieden. Haylos que retozan en piscinas privadas con golosas y lozanas carnes, todos suficientemente humedecidos y caldeados por todas sus partes, de modo particular en los bajos. Y lo hacen cuantos meses, días y horas les place. ¡Qué envidia!.
Incomprensiblemente, a veces, y de una forma u otra, a casi todos les llega su penitencia. Miren, si no. El millonario codicioso no tiene más tiempo para sus codicias que no sea el estrictamente laboral. Luego, llegado el fin de semana, no se libra de atascos churruscantes, ni así se fundan, por efecto de los rayos solares, él y su coche. Incluso disponiendo de avioneta/s (aún no se ha generalizado el uso de ultraligeros y mochilas autopropulsadas), no es fácil la vida. Los accesos a aeródromos y aeropuertos están imposibles (es un decir, un eufemismo). Lo mejor es tener de todo en casa.
Hay -no obstante- quienes, con independencia de la mayor o menor potestad, se lo organizan fetén. Por ejemplo, algún que otro jubilado clase media, con impronta urbana pero resuelto a vivir tras dejar por el camino más de media vida, no pasa tales agobios. Entre semana (para otros laborable) habita en la segunda residencia y baja a la gran urbe cuando riadas enteras la abandonan, quizá para gozar con más sosiego de los encantos que en ella encuentra. Van, para su dicha, contracorriente. Por tanto, aun siendo el calor clasista, que lo es, unos y otros pagan a distinto precio -eso sí- un ratito de delicia. Yo, particularmente, trabajaré hasta vacaciones (todo lo tranquilo que pueda), pero llegado el momento…., uy llegado el momento. Por avatares de la ruleta fortuna-infortunio (soy tan calamidad, que todo lo que tengo mío es heredado; y poco, no vayan Vds. a pensar…), quien esto escribe dispone de un refugio en tierras muy cristianas, donde todavía es posible el silencio, el jolgorio y hasta dormir en pleno agosto y en pleno golpe de calor. Allá voy.
Y puesto que resulta poco práctico y de dudoso gusto una visión en exceso sarcástica de las vacaciones, será bueno extraer conclusiones útiles. Puede que sea deformación profesional, pero creo ser muy didáctico. Que “toquisqui” disfrute su ocio como guste, pero -de verdad- como guste. Si hay a quien le fascinen las colas, el abigarramiento de las playas, el hormigueo febril, las noches locas -uy- de discoteca y quién sabe qué más; allá cada cual. Este su servidor, por si no lo imaginan, también espera de sus vacaciones un quién sabe qué; pero alejado en lugares donde la masificación aún no ha llegado (espero que nunca llegue), donde las temperaturas -de termómetro- no derriten y donde la humedad interna y externa no sorbe el seso, sólo el seso; que para sorber con gusto ya tiene el seso parónimos. Cuántos eventos pueden ser posibles en un soto solitario, con sus chopos, sus tamarizas y el fluir todavía cristalino de unas aguas como confidentes de tus holganzas. Es un volver voluntario -un tantín breve, mas suficiente- a las raíces de uno (tan aquí de mi dentro). Con todo el gusto del mundo, en su sentido más amplio.
Para empezar, yo pienso que el calor también es clasista. Esta achicharrante humedad mediterránea no castiga a todos por igual ni con el mismo rasero. Quienes viajamos en el metro, en cualquier línea (no digo ya en la azul o la roja), hemos de sentirnos auténticos parias y desheredados. Vamos, lumpen esencial. Mientras, algunos terracean y doran sus pellejos bajo el tórrido Lorenzo (así llaman algunos castizos a mi sol). De otros, aun recién aseados -eso sí- con una apremiante ducha y cubiertos como Dios manda, sus ingles desprenden fragantes partículas que fieden. Haylos que retozan en piscinas privadas con golosas y lozanas carnes, todos suficientemente humedecidos y caldeados por todas sus partes, de modo particular en los bajos. Y lo hacen cuantos meses, días y horas les place. ¡Qué envidia!.
Incomprensiblemente, a veces, y de una forma u otra, a casi todos les llega su penitencia. Miren, si no. El millonario codicioso no tiene más tiempo para sus codicias que no sea el estrictamente laboral. Luego, llegado el fin de semana, no se libra de atascos churruscantes, ni así se fundan, por efecto de los rayos solares, él y su coche. Incluso disponiendo de avioneta/s (aún no se ha generalizado el uso de ultraligeros y mochilas autopropulsadas), no es fácil la vida. Los accesos a aeródromos y aeropuertos están imposibles (es un decir, un eufemismo). Lo mejor es tener de todo en casa.
Hay -no obstante- quienes, con independencia de la mayor o menor potestad, se lo organizan fetén. Por ejemplo, algún que otro jubilado clase media, con impronta urbana pero resuelto a vivir tras dejar por el camino más de media vida, no pasa tales agobios. Entre semana (para otros laborable) habita en la segunda residencia y baja a la gran urbe cuando riadas enteras la abandonan, quizá para gozar con más sosiego de los encantos que en ella encuentra. Van, para su dicha, contracorriente. Por tanto, aun siendo el calor clasista, que lo es, unos y otros pagan a distinto precio -eso sí- un ratito de delicia. Yo, particularmente, trabajaré hasta vacaciones (todo lo tranquilo que pueda), pero llegado el momento…., uy llegado el momento. Por avatares de la ruleta fortuna-infortunio (soy tan calamidad, que todo lo que tengo mío es heredado; y poco, no vayan Vds. a pensar…), quien esto escribe dispone de un refugio en tierras muy cristianas, donde todavía es posible el silencio, el jolgorio y hasta dormir en pleno agosto y en pleno golpe de calor. Allá voy.
Y puesto que resulta poco práctico y de dudoso gusto una visión en exceso sarcástica de las vacaciones, será bueno extraer conclusiones útiles. Puede que sea deformación profesional, pero creo ser muy didáctico. Que “toquisqui” disfrute su ocio como guste, pero -de verdad- como guste. Si hay a quien le fascinen las colas, el abigarramiento de las playas, el hormigueo febril, las noches locas -uy- de discoteca y quién sabe qué más; allá cada cual. Este su servidor, por si no lo imaginan, también espera de sus vacaciones un quién sabe qué; pero alejado en lugares donde la masificación aún no ha llegado (espero que nunca llegue), donde las temperaturas -de termómetro- no derriten y donde la humedad interna y externa no sorbe el seso, sólo el seso; que para sorber con gusto ya tiene el seso parónimos. Cuántos eventos pueden ser posibles en un soto solitario, con sus chopos, sus tamarizas y el fluir todavía cristalino de unas aguas como confidentes de tus holganzas. Es un volver voluntario -un tantín breve, mas suficiente- a las raíces de uno (tan aquí de mi dentro). Con todo el gusto del mundo, en su sentido más amplio.
Fin
Los relatos sucintos del Diantre Malaquías

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