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13 julio 2024

(₸X) La ratoncita acomplejada

(Dedicado con todo mi ser a Vera, mi compañera del alma)

-I-

Ya era el cuarto verano consecutivo que la cosecha en general, y en particular la de cereales, se presentaba con tanta opulencia que recordaba al bíblico episodio del maná. A decir de los labriegos del lugar, las primaveras se sucedían como Dios manda, descargando puntualmente sus finas lluvias sobre los enmoquetados campos verdes, cuando tan tímidos como frágiles asoman en incipiente caña los brotes de trigos y cebadas, y ello sin necesidad de rogativas ni romerías. Si acaso sacarían a pasear en festiva procesión a vírgenes y santos, para que en tiempos de pertinaz y cíclica sequía no cayeran en el olvido sus agropecuarias cuitas. Los veranos acudían a su cita anual con un intenso calor, a menudo sofocante, pero seco y sano, tal como los lugareños deseaban para esta época del año. Al fin y a la postre, las labores de trilla, aventado y cribado resultan más eficaces con esta climatología, la cual ayuda a que la espiga desgrane con mayor celeridad y limpieza. La abundancia y las generosas recolectas estaban también favoreciendo un significativo crecimiento demográfico en la fauna propia de la zona, no sólo con el incremento de los miembros de la misma especie, sino de las especies mismas. Incluso algunas ya olvidadas en la noche de los tiempos que en su momento hubieron de emigrar en busca de nichos menos hostiles, ahora -felizmente recuperadas- regresaban a su antiguo hábitat. Tal era el caso de aves como el martín pescador (Alcedo Atthis), mamíferos como jabalíes, zorros y ciervos, quienes -bravucones y desafiantes del desarrollo humano- se atrevían a cruzar transitadas carreteras. Y hasta reptiles prehistóricos en forma de gigantescas serpientes que nunca nadie vio, pero que el interesado mito popular utilizaba como tótem y tabú de esos pagos donde el mocerío del pueblo no quería ser perturbado, justo porque allí acudían para sofocar pasiones con tientos y meneos bajo enaguas y calzones. Por supuesto, las paneras de las casas rebosaban de abultados y sustanciosos granos de un dorado trigo, bien tan codiciado por los ratones de campo como las pepitas de oro lo son para los buscadores de este precioso metal, por lo que el número de estos animales se vio de igual modo acrecentado. Y no era de extrañar, contemplando la algarabía que cualquier atardecer de agosto se organizaba en árboles y tapiales, en las veredas y en sus lindes, sobre postes, cables y tejados, por doquier y tanto que no pasaría inadvertido ni al observador más torpe, insensible e incapaz de emocionarse. 

Por los caminos donde transitaban tractores y carruajes diversos, los saltarines gorriones se atiborraban de semillas frescas que el traqueteo de los vehículos hacía caer, llenando después el buche para sustento de sus retoños que alborozados piaban en el hueco de cualquier pared, mientras el más osado simulaba un iniciático vuelo en busca del primer y mejor bocado. Algunos, en su proceso de adaptación a los nuevos tiempos y según dictan las leyes de selección natural, yacían destripados en medio de la calzada, al haberse visto sorprendidos por la rapidez e inesperada presencia de ingenios móviles hasta entonces nunca vistos. Era el precio a pagar. Con gorjeos que más parecían chirridos, en vuelos rasantes y a velocidades endiabladas, las golondrinas se dirigían a sus nidos construidos de barro y paja bajo los aleros de los tejados donde los polluelos, asomando sus frágiles cabecitas y con los picos abiertos hasta casi desencajarse, reclamaban también gruñendo su parte del ágape vespertino. Sobre la diáfana atmósfera de azul índigo, a media altura, los vencejos trazaban curvas y hasta ángulos imposibles, en busca de cualquier insecto despistado que llevarse al estómago, uniéndose así al festín general. De vez en cuando, por el tenue sonido y el movimiento de las hojas de alguna planta rastrera, se advertía la presencia de roedores que, tal vez sorprendidos por cualquiera a quien pudieran considerar su predador, gráciles y raudos cual proyectiles corrían a guarecerse en su refugio. En fin, todo en el ambiente plasmaba la intensa y lujosa vida, porque desde hacía ya algunos años sobraba comida para todos.

-II-

Empujados por la necesidad y a la búsqueda de tierras más fértiles y productivas como garantía de supervivencia, los miembros de la familia Mausi se vieron involucrados en uno de esos inevitables movimientos migratorios. Pertenecía el clan a una especie de ratones de campo en grave peligro de extinción, dadas las duras condiciones de su lugar de procedencia y la notable pobreza de los inquilinos con quienes cohabitaban. Tres generaciones hacía ya que la familia mudó de destino, habiendo dejando atrás en su momento campos yermos y fríos páramos baldíos, donde lo único que podía sembrarse era el recio centeno, el cual sin embargo crecía ralo y de enjuta espiga, con tan exiguo y diminuto grano que, en la más abundante de las cosechas, apenas podría alcanzar para dos hogazas de pan negro. Magra recolecta sin duda, cuando por la casa sí abundaban las bocas a llenar. 

El éxodo no resultó nada fácil, teniendo que atravesar bosques de encinas plagados de rapaces dispuestas a echar la zarpa sobre la primera presa que se les pusiera a tiro, y para las rapaces -ya se sabe- los roedores son apetitosos manjares. En su humildad e indigencia apenas llevaron consigo pertrechos, pero los que cargaron constituyeron una dificultad añadida en su lucha por la subsistencia. Cruzaron vías de ferrocarril y concurridas carreteras, con peligro de morir aplastados cualquiera de los miembros del clan en cualquier momento. Caminaron por terrenos áridos y despoblados de vegetación, al albur y bajo constante amenaza de ser oteados por cualquiera de sus predadores naturales. Recorrieron florestas, caminos agrícolas y sendas que el pie humano había esbozado a base de pasar una y otra vez por el mismo lugar. Después de una larga y penosa marcha, y no habiendo perdido -por fortuna- a nadie en el trayecto, arribaron a unas feraces bajuras (conocidas en la zona por borgañas) empapadas de agua y premonitorias de una tierra que se presagiaba ubérrima. Tras franquear como pudieron extensos humedales atestados de juncos y espadañas, llegaron -por fin- a un diminuto pero acogedor pueblo de casas desperdigadas en la ribera de un río que lo dividía en dos barrios, unidos ambos por un recio puente republicano. 

Tres intentos fueron necesarios para que la familia se estableciese definitivamente, pues aunque en todas las casas reinaba la abundancia en cereales, jamones, chorizos y hogazas; la seguridad que el clan necesitaba para vivir con la tranquilidad por todos deseada no la vieron garantizada en las dos primeras. Hasta que en la tercera tentativa tomaron una espaciosa quintana rodeada de fértiles campos y de una frondosa huerta, lo más parecido al paradisiaco edén. Se aposentaron bajo el tablado de una vieja cocina al que accedían por un agujero que la humedad del cercano fregadero, al pudrir la madera, había ocasionado. El habitáculo parecía seguro y tendrían acceso fácil a las viandas que la cocinera, al menor despiste, pudiera dejar a su alcance. Además compartirían con los humanos inquilinos el mismo centro de sus reuniones y de la vida social y familiar de los pueblos de la zona, el cual no era otro que esa cálida estancia tan concurrida, sobre todo las largas y frías noches de invierno. Pronto se apercibirían también que los dueños de la casa, al retirarse a dormir, solían dejar la puerta del recinto abierta, por tanto podrían moverse con amplia libertad (que no absoluta) en todo el ámbito de la vivienda donde, como en el resto de las que habían tanteado, no faltaba ninguno de los alimentos propios del lugar. Abultados, sustanciosos y abundantes granos del mejor trigo de San Rafael, así como los más sabrosos y típicos productos de la matanza de cerdos, terneras y vacas esperaban ser catados por esta familia de modestos roedores, recién instalada en su nueva mansión. 

Durante algún tiempo fueron muy felices en su nuevo hogar. Allí nació y se crió en la abundancia una nueva camada compuesta por dos ratoncitos machos y una ratoncita que, a pesar de ser la única hembra, se reveló como la más espabilada. Sus hermanos, que la idolatraban y a los que ella adoraba, la tomaron desde el primer momento como guía y la escoltaban en cada una de sus exploraciones nocturnas, e incluso en las diurnas, obviamente mucho más arriesgadas, pero con las que también se atrevía la osada y valiente ratoncita. Nada hacía presagiar que fuese a suceder lo que más tarde acontecería. Pero, como enuncia el viejo aforismo, “la alegría en casa del pobre dura poco”. No tardaron en notar los dueños de la quintana que en algún lugar de la casa anidaban ratones y que compartían morada con esos -para ellos- indeseables ocupantes. Acordaron entonces colocar en lugares estratégicos del edificio ratoneras con las que darles caza y así, como ellos mismos decían, “descastarlos”, o sea, acabar con ellos. No les fue fácil, ni lo consiguieron del todo, pero esa lucha marcó la vida de la pequeña y delicada Mausi hija. 

-III- 

Acababa el verano y la familia de roedores accedía con facilidad al granero recién colmado y a los otros alimentos, de modo que no les urgía salir de la madriguera para abastecer su particular despensa, y menos considerando que durante varios días se produjo en los diferentes recintos de la vivienda un intenso trasiego de idas y venidas. No obstante, el sustento empezaba a escasear y deberían llevar a cabo una nueva batida para reponerlo hasta cotas que descartasen las penurias o el apremio. 

Aquella noche no era muy tarde y sin embargo reinaba una extraña e inquietante calma en la casa. Con gran desconfianza y sigilo, el padre de familia y sus tres hijos salieron en busca de reservas. Pronto descubrieron un raro artilugio que les atrajo por el intenso olor que desprendía a queso curado. Ni se les ocurrió tocarlo, porque enseguida advirtieron que podía tratarse de una trampa, pues desde luego parecía muy raro tener tan a mano queso curado, para lo caro y apreciado que era en la zona. A punto estaban de variar el rumbo de sus rastreos, cuando de repente se encendieron las luces del recinto y apareció algún enloquecido residente que, transido de ira y armado con un escobón de esparto, empezó a repartir estopa (pocas veces mejor dicho) a diestro y siniestro, alcanzando de un certero golpe al padre que fulminado cayó tieso sobre el tablado de la cocina, y dejando malherido a uno de los hermanos quien, junto con su ilesa hermana, corrió tan raudo como pudo a buscar el resquicio a través del cual refugiarse en la guarida. Mientras tanto el otro hermano, en un brusco movimiento debido al mayúsculo sobresalto sufrido, había activado sin quererlo el mecanismo del insólito dispositivo (que no era sino una ratonera) quedando trágicamente atrapado entre sus muelles y resortes. Por supuesto, la iracunda persona que los atacó descubrió la abertura por la que los ratones se colaban en su nido, taponándola con el tiempo a cal y canto, y después sellándola con cemento armado. Pero esto no supondría mayor inconveniente, por cuanto en el deteriorado tablado no resultaría muy difícil obrar con rapidez un nuevo orificio de acceso. Incluso la madre se cercioró pronto que entre la pared exterior del edificio y el entablado de la cocina se abría una longitudinal ranura por la que podrían entrar y salir miríadas de ratoncitos. No, eso no les causaría problema alguno. Sí lo sería sin duda recuperar el hundido ánimo del clan tras el severo golpe recibido, con la familia drásticamente diezmada y reducida a una madre y sus dos hijos, el único varón tullido, impedido en su locomoción e incapaz ya de sobrevivir por cuenta propia que, aunque sobrevivió -sí- y todavía viviría bastante tiempo, acabaría también por morir antes de lo que por naturaleza le hubiera correspondido. 

En la recuperación anímica de la familia superviviente -quién lo diría- adquirió con el tiempo un preponderante papel este ratoncito maltratado por la vida quien, junto con su progenitora, hubo de realizar ingentes esfuerzos por sacar del pozo de la desolación a su venerada hermana. Tras el duro castigo del destino, cayó ésta en una profunda tristeza por la que dejó de comer, callaron sus risas y la alegría desapareció del hogar. Pasaba todo el día y a cada instante acompañando a su doliente hermano, al que exigía alimentarse cuando ella no lo hacía. De no haber sido por el empuje y coraje de la ratoncita madre, probablemente los hermanos se hubieran dejado morir de pena e inanición. Poco a poco, con el paso del tiempo y los hermosos requiebros con los que el hermanito inválido animaba a su hermana, Mausi hija trató de irse reponiendo y empezó a ayudar a su madre en las tareas de la casa, si bien todavía no salía de debajo del tablado (le producía verdadero terror), ni su superprotectora madre se lo permitía. Pero la inquieta mente de la ratoncita continuaba colmada de ideas que la perturbaban profundamente. No acababa de asumir la pérdida de su padre y su hermano. ¿Tan apestados resultaban ser estas criaturas de Dios, que todos lo humanos querían -o así lo parecía- exterminarlos?. ¿Por qué tanto odio y tanto rechazo?. ¿Tan feos, horrendos y apestosos serían los de su especie?. ¡Si nada más querían formar parte de ese mundo en el que todo ser vivo sólo aspira a vivir en paz!. Mausi hija no lo entendía y a ninguna de estas preguntas encontraba respuesta, pero tenía la obligación moral de seguir adelante y ayudar al adorado y lisiado hermano, cuya sola presencia, su amor y sus comentarios de reverencia y fervor sublime por ella la dotaban de inusitadas fuerzas sacadas de la flaqueza. De modo que acabó por sobreponerse a la incuria, convenciendo a su madre para acompañarla en la búsqueda del sustento que necesitaban, en particular su incapacitado hermano. No pensaba abandonar y dejarlo en la estacada. 

-IV- 


Había pasado ya bastante tiempo desde las irreparables pérdidas de sus seres queridos y la normalidad parecía haber vuelto al seno de la familia de roedores. Mausi hija fue ganando paulatinamente confianza en sí misma y hasta daba la impresión de haberse reconciliado con el género humano. Pero no sería por mucho tiempo. 

Una noche de frío invierno oyó Mausi que en la cocina los humanos inquilinos se encontraban reunidos en familia y mantenían una conversación que le interesó profundamente, tanto que se sintió tentada de mostrar sus bigotitos y participar de alguna manera en tan envidiable velada. Se armó de valor y enfiló hacia el agujero de nuevo practicado en una parte del dañado tablado. Sus delicadas piernecitas y hasta su cuerpo entero temblaban como las hojas secas de la fronda en pleno vendaval. Pensó y repensó varias veces si osar llevar a cabo tal proeza, hasta que finalmente lo hizo. Asomó su cabeza y después sacó todo su cuerpo accediendo al recinto de la cocina donde platicaban los que pretendía como amigos. 

Craso e inmenso error el suyo. Todos, o casi todos de los allí presentes gritaron despavoridos y se subieron en mesas y sillas, como si el mismísimo diablo se les hubiera aparecido, o peor incluso, como si el ser más abyecto y repulsivo (al lado del cual el basilisco pasaría por princesa) hubiera irrumpido en la estancia. Mausi hija huyó despavorida a su cubil y con un desgarrador dolor empezó a llorar sin consuelo, entre sobresaltados sollozos que partían en mil pedazos el alma y el corazón de su madre y de su hermano. ¿Y ahora qué había hecho?. Después se hundió en una profunda postración de la que su familia no veía cómo hacerla salir. Empezó a desarrollar todos los complejos susceptibles de asaltar a cualquier ser vivo que se perciba abominado. Se sintió fea, abyecta y repugnante, gorda y despreciable; así que otra vez dejó de comer. No es que le importase mucho que la pudieran ver de esa manera, sino que ya no le importaba nada, ni siquiera que la pudiesen ver. Se negó a seguir viviendo. Su hermano le dedicaba horas muertas y cálidos abrazos, pero no encontraba modo de darle consuelo. Le decía que tenía el hocico más bonito y sensual del reino animal, que poseía los bigotes más largos y lustrosos que ratoncita alguna nunca pudo lucir, que era la más hermosa del universo conocido, que con absoluta certeza no todos los que aquel día estaban en la cocina la miraron con ojos de terror y repugnancia, que no podía ser que a una criatura tan suave, bella y delicada como ella todo el mundo pudiera repudiarla e intentara exterminarla. Que no, que ella no podía ser merecedora de tanto desdén, al menos para alguien dotado de una elemental sensibilidad y amor por la naturaleza. Y, en efecto, su hermano tenía razón, pues no todas las personas presentes aquella noche reaccionaron de forma tan histérica y desproporcionada, antes al contrario hubo alguien que quedó profundamente decepcionada por tan incomprensible comportamiento ante criaturas tan bonitas, confiables e indefensas. 

Durante mucho tiempo todas las atenciones de su madre y de su hermano fueron inútiles. Para colmo de males, pocas semanas después el hermano falleció de forma repentina y sin saberse muy bien las causas que desencadenaron el deceso. Tal vez al hermano le abandonaran las maltrechas y reducidas fuerzas que durante un tiempo pareció conservar, o quizá ya no pudo disimular más su pena y, preso de un infinito dolor, decidió abandonar el mundo de los vivos. Quedó por tanto sola con su madre y sumida en una pena aún mayor y tan grande como la muerte misma. Así que quiso morir también ella, encamando y negándose a comer hasta que la negra señora de la guadaña viniera a buscarla. Los esfuerzos de la progenitora devinieron baldíos, hasta que una madrugada, en un desesperado intento y haciendo uso de toda su capacidad persuasiva (casi hasta el chantaje emocional), le recordó la promesa hecha al hermano en su lecho de muerte, al cual había jurado no abandonar a la infatigable madre de ambos mientras viviese. Sí, Mausi recordó el juramento e intentó una vez más rehacer su vida. Todavía permaneció varios días más en cama, pues su debilidad llegó a extrema y a un tris estuvo de perecer. Con infinita paciencia su madre le introducía grano a grano en la boca, para que a regañadientes fuera masticando y asimilando nutrientes hasta recuperar una mínima fuerza vital. 

Aún invadida por la tristeza y una desesperanza cual fidedigna expresión de la más oscura de las tinieblas, fue en lo físico reponiéndose, pero psicológicamente no se intuía todavía una salida. La madre le procuraba los alimentos, asumiendo graves riesgos para su vida, si bien el peligro de la ratonera ya no le preocupaba porque había visto funcionar el artilugio y a ella ya no la engañarían con semejantes trampas. Los complejos de Mausi hija continuaban causándole problemas con la alimentación, así que comía por puro compromiso con su madre y su fallecido hermano, pero se había jurado a sí misma que por gorda (si es que ésa fuera la razón de tanto desprecio hacia su especie) ya nadie y nunca más la rechazarían. En estas dolorosas condiciones se sucedieron tres interminables meses, que quien suscribe no desearía ni al peor de sus enemigos.

-V- 


La primavera estaba próxima y esto infundió un cierto ánimo en la ratoncita acomplejada. Pobre, ella. Pronto sucedería algo que le recordaría de modo muy especial a su hermano, quien con gran intuición y hasta dotes proféticas había muy certeramente atinado sobre la condición humana de alguno de los que aquella infausta noche se encontraban en la cocina, y que sería clave en la marcha de los acontecimientos que se avecinaban. 

El día había transcurrido con una temperatura muy agradable y el atardecer se presentaba sereno y con gran sosiego en todo el ámbito de la quintana. Poco a poco fue cayendo la noche y apenas se notaba movimiento en los diferentes aposentos de la vivienda. En la cocina reinaba una gran calma, si bien de vez en cuando se percibían delicados pasos que señalaban la presencia de alguien, pero por el escaso revuelo resultaba casi imperceptible, por tanto no podían ser muchos los que por allí anduviesen. Finalmente la noche cayó en cerrada y la paz prácticamente total invadió el lugar. Mausi hija, ya bastante recuperada de sus problemas alimenticios, aunque ni mucho menos de los psicológicos en forma de múltiples complejos que todavía la asaltaban, se encontraba relativamente animada, así que dispuso asomar sus mostachos por el agujero del tablado. Notaba la presencia de alguien, pero quien allí estuviese no le infundía temor alguno. Sus sensibles bigotitos y su escudriñadora mirada divisaron a una mujer de cierta edad que comía sola en la cocina. Pronto se dio cuenta que la dueña (pues ella era quien debía estar cenando) también había advertido la inesperada presencia de Mausi hija. Con mucha serenidad la señora se dirigió a la ratoncita y empezó a hablarle con tan dulces palabras y tanta delicadeza, que ésta confiada decidió salir del agujero ya de cuerpo entero. No, no podía ser ésta la miserable y cruel persona que había destrozado y roto con extrema violencia a su familia. Sin movimientos bruscos el ama arrojó en las inmediaciones del agujero trozos de queso curado de su particular ágape, para que la ratoncita los fuera comiendo, como así ocurrió. Se levantó con ademanes suaves para no asustar al pobre animalito y, aunque éste enseguida percibió las maniobras como amigables, aun así se resguardó discretamente en la boca de su escondrijo y esperó con medio cuerpo fuera a ver pasar los acontecimientos. Después la dueña se dirigió a la panera y cogió un puñado de grano, volvió a la cocina y lo fue arrojando y esparciendo grano a grano por el tablado para que la ratoncita los tomase y fuese ganando confianza. Uno a uno Mausi los fue recogiendo y algunos hasta masticándolos y deglutiéndolos en presencia de aquella mujer tan considerada y afable. 

Resultó una larga y feliz reunión en tan agradable compañía que a la ratoncita se le hizo un efímero instante. Por fin, alguien la entendía y al parecer la quería, o al menos no la repudiaba. Henchida de gozo y alborozada regresó a su guarida, contándole a su madre la inolvidable experiencia vivida aquella noche. Consciente de los problemas de su hija, la madre optó en aquel momento por no hacerle comentario alguno sobre amenazas y peligros en sus relaciones con los humanos, pues no quería llevar de nuevo el miedo y la desconfianza al alma de tan frágil criatura. 

A partir de aquella fecha, noche sí y la siguiente también, la ratoncita y más tarde su propia madre empezarían a salir con asiduidad a la superficie de la cocina a compartir veladas con aquella entrañable señora por la que tan comprendidas se habían sentido. Con el tiempo se convirtieron en sus animales de compañía, siguiéndola a todas partes, incluso al huerto de la casa. Pero ese lugar estaba plagado de peligros, porque solía ser transitado por fieros gatos, dispuestos a devorar a sus presas favoritas. El peor de todos era la bestia parda de la vecina, sanguinario y corpulento cazador que, aún llevándose muy bien con la dueña de la casa (cada atardecer y, sobre todo, tras regresar de esporádicos y breves periodos en los que ésta acostumbraba a ausentarse, la saludaba maullando quejumbroso desde la tapia del huerto), suponía un aterrador peligro para los roedores del territorio. 

En una ocasión Mausi y su madre seguían a la dueña por el huerto cuando, en un descuido de ésta, el implacable felino preso de inusitada furia se abalanzó sobre la ratoncita madre. De nuevo la tragedia rondó al infortunado clan y si no sucedió nada fue por los ágiles reflejos y la rápida intervención del ama, quien armada con una amenazadora estaca conminó con tanta determinación, amargura y persuasión al agresivo felino que éste liberó a su presa sin daño y sumiso se acurrucó ante la mujer con las orejas gachas, cual acto de contrición por su error y como propósito de enmienda para no volverlo a cometer nunca jamás. A partir de entonces, la familia Mausi no sólo encontró una incondicional defensora en la dueña de la quintana, sino que ganaron como implacable guardián al temible gato, el cual no dejaba acercarse a menos de cien metros a ningún congénere de la contorna y, desde luego, erradicaba a cualquier otro roedor que osara invadir el territorio que él había delimitado para sí y para esa familia de sus protegidos ratoncitos. 

Pronto los competidores entendieron que en todo el ámbito de aquella quintana sólo Florentina (que así se llamaba la dueña de la finca), él y sus huéspedes predilectos podrían moverse con libertad y a sus anchas. Incluso la ratoncita acomplejada trabó una maravillosa amistad con el felino, se convirtió en su juguete preferido con el que jugaba a dejarse cazar y a ser devorada sin que le procurase daño alguno, de modo que Mausi hija reía a mandíbula batiente como hacía mucho tiempo nadie recordaba. Ojala su padre y sus hermanos (sobre todo su amadísimo hermano) pudieran estar contemplando la escena desde algún lugar semejante al paraíso. 

Poco después la ratoncita madre falleció para dolor de todos, dueña y gato incluidos. Pero la pena duró poco porque pronto Mausi, con la aquiescencia y permiso de la bestia parda, ennovió con otro roedor al que el felino dio su consentimiento (no sin antes pasar -obvio es- por una tensa etapa de gatunos celos finalmente superados), fundando su propia familia bajo la protección inquebrantable del imponente minino. Para orgullo de Florentina (y milagro de la naturaleza que, aunque en ocasiones es cruel, en otras los obra de tal tamaño), los propios descendientes de Mausi se convirtieron igualmente en sus pupilos y juguetes favoritos, respecto a los cuales nunca permitió que nada ni nadie perturbase en su paz, en la paz de toda aquella familia que tanto había padecido. ¿Quién diría que un fiero gato, unos humanos y una familia de roedores pudieran acabar conviviendo tan bien avenidos?. Cuando con el tiempo Mausi también murió, ya había dejado una nueva generación de ratoncitos, ahora sí de forma definitiva y segura, establecidos en una quintana que todavía hoy es su hogar. 

FIN
El Diantre Malaquías

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