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20 julio 2023

(₸X) Esa noria que chirría (En homenaje y recuerdo de esos viejos artilugios)


La tarde es de paz balsámica y decido salir a pasear con un fiel amigo. El pueblo, con sus rojizas casas de ladrillo, va quedando tras de mí. El camino de la ribera parece desierto, el trabajo escasea y el campesino descansa. Mi perro, siempre juguetón, corretea por los campos y los regueros a la caza de ranas. A una llamada sumiso acude y acaricia mi pierna con su lomo, mientras menea el rabo satisfecho. Pero lo suyo son los saltos entre las coles o la alfalfa. Me detengo un instante y observo cómo el agua acaricia suavemente los cantos de ese río próximo a su fin, aunque todavía joven. El sol, lejano ya, besa la montaña de silueta clara, al tiempo que débil. Lentamente avanza entre los chopos reverdecidos, al arrullo diáfano de la corriente. El murmullo de las hojas movidas por la brisa endulza mi espíritu, tantas veces herido en la gran ciudad. Oscurece, sin embargo algún labriego aprovecha hasta el límite la jornada. Sobre uno de los minúsculos mogotes artificialmente dispuestos para el riego, un mulo gira con paso cansino. Tiene los ojos vendados. Un poste atado a sus nalgas y sujeto a la noria extrae el agua del pozo. La imagen me atrae. En tanto me acerco, el caniche viene a mí con algo en la boca. Sus patas están embarradas. Contento y retozón me muestra la presa. Es -en efecto- una rana, que después suelta de entre sus considerables dientes para jugar con ella.

El híbrido animal sigue dando vueltas. Quizá piense en divisar nuevos parajes cuando caiga la venda de sus ojos. ¡Tantos metros -kilómetros, diría- recorridos sobre ese círculo de escaso diámetro!. Tal vez, por el monótono ruido del agua al caer del cangilón sobre la acequia, haya adivinado su trabajo. Un chirrido constante del engranaje hiere con aguda violencia el azul tenue y pacífico del cielo. Hace ya fresco, casi frío. El arrebol en el horizonte intimida a Eolo (el aire que antes corría ha cejado), pero también Helios pierde facultades. Impetuosamente froto mis brazos desnudos. Comienzo a notar el ambiente hostil por mi piel de gallina. Son las noches de ese agosto que, según dicen por esta tierra, enfría el rostro. Y a mi lado el jumento suda. Su calor me alcanza, entre el agitado respirar y algún que otro resoplido de su hocico. Bajo las correas que lo esclavizan adivino alguna llaga. Un tábano zumbón se clava en el lomo del animal en busca de sangre y éste, con un temblor eléctrico de su piel, trata sin éxito de espantarlo. El moscón vuelve una y otra vez sobre el mismo punto, no cede. La escena continúa. Los calderos suben y bajan, siempre con idénticos sones y el mismo recorrido. De alguno, agujereado, caen gotas que resuenan en el fondo del pozo con timbre cristalino. Todo parece hablarme de amor, de odios, de guerra -cuán lejos la siento-, de paz que también ahora sueño y deseo con los ojos abiertos y los sentidos alerta. Podría escribir un lírico verso -pienso-, y veo cómo todo cuanto me rodea lo graba el espíritu cuando descansa en el regazo de las musas, en la esencial página de lo imperecedero, de lo inmarcesible, de lo siempre bello y siempre eterno. ¡Oh diosa Natura!.


Me había sentado y con el alma ausente, vagando entre las hermosas flores de la inspiración, ignoraba que había caído la noche y el frío era ya intensísimo. Me alejé del mulo y de la noria, que seguían como antes. Crucé al campesino, a quien saludé. Me dijo que había acabado. -Ya era hora- murmuré, pues pensaba en la pobre bestia y en las vueltas y en todo. Aquel ocaso pensé en todo. Turón y yo regresamos a casa.

SANTIBÁÑEZ DE LA ISLA, 1975 
El Diantre Malaquías, pseudónimo 

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