Vistas de página la semana pasada

22 diciembre 2023

(₸X) El peluchín cantarín

Foto de Vera Krutisch

(Un cuento dedicado a Irene, Vega y Alfonso Fernández Miguélez, y a sus padres Begoña y Enrique)

Éranse una vez tres peluchines hermanos -para ser más exactos os diremos que pertenecían a la especie de ositos centroeuropeos- los cuales vivían en lejanas tierras, en la región del Tirol de un país llamado Austria. Su hábitat era un territorio montañoso, los Alpes, donde altas y majestuosas montañas dominaban el paisaje, con impresionantes paredes de roca cuyos colores oscilaban entre un gris muy claro, un violeta grisáceo y un antracita oscuro, según la hora del día y las condiciones de luz, y en cuyas cumbres jamás se derretía la nieve. Estas montañas estaban surcadas por estrechos pero fértiles valles, con prados del verde más jugoso y brillante que uno pueda imaginarse, donde pastaban imperturbables y bien alimentadas vacas de abultadas ubres rebosantes de nutritiva leche. Estas vacas tenían por dueños a los campesinos del lugar, quienes habitaban en los pequeños pueblos que salpicaban los valles, en casas de planta baja revocada en blanco y con el primer piso construido todo en madera, de aspecto bien cuidado y acogedor. Tan limpias estaban las calles de aquellos pueblos que uno ni se atrevería a escupir en ellas.

Allí, pues, era donde vivían nuestros tres peluchines. A primera vista parecían ositos de lo más corriente y nada hacía sospechar que cada uno de ellos pudiera poseer su propio y muy particular DON que les hacía destacar entre sus congéneres y les convertía en seres únicos y especiales. El mayor, un osito recio de pelaje rubio que vestía Lederhosen, los tradicionales pantalones de cuero que gastaban los mozos de la zona, y un gracioso sombrerín verde que le daba un aire simpático y desenfadado, se llamaba Jodlerseppl y ¡CANTABA!. De ahí su nombre que se podría traducir por “Joselito, el de los Cánticos Tiroleses”. Si bien y de por sí no es en absoluto habitual que un osito sepa cantar, esta facultad sólo era parte de su poder mágico y constituía un requisito imprescindible para ejercitar su don. Y es que este osito solía plantarse en medio de su pueblo cara a la Wildspitze, el monte más alto del Tirol, tomaba aire hinchando su pecho hasta casi reventar y, a pleno pulmón, expulsaba una ráfaga musical, un HOLAREIDIIIII que se propagaba por la atmósfera hasta rebotar en la pared de roca, de donde volvía en forma de eco -REEEEIDIIIIII- al punto de partida. Y en cuanto las últimas notas se perdían en el espacio ocurría lo más sorprendente: empezaban a caer gotas de lluvia, al principio tímidamente y luego de forma cada vez más abundante. Entonces Jodlerseppl entonaba la segunda estrofa, HOLAREDIYIIIII, y el eco contestaba de lo más puntual, REEEEDIYIIIIII, momento en el que el agua comenzaba a bajar del cielo a modo de chubasco fino, continuo y sumamente agradable. Teniendo en cuenta la importancia de la lluvia para la fauna y flora, por lo tanto también para la agricultura y ganadería y -en suma- para la buena marcha económica del pueblo y sus habitantes, ya podéis imaginaros el aprecio que sentía la gente por Jodlerseppl.

El segundo hermano, Sonnenhansl, era un osito de pelaje marrón, algo más bajo y menos fornido. De los tres peluchines, éste resultó ser el que más apego profesaba por su tierra, mostrando su amor patrio con una frase que su abuelita le había bordado en su jersey y que decía: “I ♥ Austria” que, como ya sabéis, quiere decir “Yo amo a Austria”. Sin embargo no era su patriotismo lo que mejor definía su carácter, sino su sentido práctico y, sobre todo, su disposición alegre y feliz que se expresaba en una sonrisa, sin duda la más hermosa, cálida, cordial y contagiosa que pudiera haber en el mundo. Quien se convertía en diana de tal descarga de amor no podía más que devolverla y, por supuesto, se notaba de repente libre de cualquier preocupación y pesadumbre o -resumiendo- se transformaba en el ser más feliz del planeta. Tan contagiosa resultaba ser la sonrisa de Sonnenhansl que incluso el sol era incapaz de resistirse a tanto encanto y salía de su escondite, por muy nublado que hubiera aparecido el cielo sólo unos instantes antes. Por esto, la gente llamaba Sonnenhansl a este osito, que quiere decir “Juanito del Sol”. Un ser tan luminoso como este peluchín no podía ser más que amado por todos quienes le rodeaban y, efectivamente, con el tiempo se convirtió en uno de los habitantes más queridos del pueblo. 

La peluchina benjamina -debemos decir peluchina, pues se trataba de una niña- era una osita realmente preciosa, con sus pequeños ojos del negro más brillante jamás visto y su pelaje del blanco más impoluto que pueda existir. Esta niña dulce y tranquila encandilaba a todo el mundo con sus buenos modales. Aún no había nacido quien pudiera enfadarse con una criatura tan delicada y amorosa. Atendía al nombre de Schneeliesl, lo cual significa algo parecido a “Isabelita de las Nieves”. Poseía un gorro de lana rojo y blanco y una bufanda a juego, prendas por las que tenía un alto aprecio, puesto que se las había tejido su queridísima abuelita. En invierno, nada más llegar los primeros e intensos fríos de los Alpes, gustaba ponerse el gorro y -de verdad- debe admitirse que con él puesto estaba monísima. Lo increíble era que cada vez que se cubría la cabeza con esta prenda empezaban a caer al instante grandes copos de nieve, fenómeno que se intensificaba al ceñirse la niña la bufanda al cuello, convirtiéndose en una copiosa, silenciosa y duradera nevada que pronto cubría casas y paisajes con un grueso manto blanco. Claro que los niños del lugar, a los que encantaba la nieve que les permitía dedicarse a actividades tan divertidas como batallas de bolas de nieve, viajes en trineo y la práctica del esquí, eran los que más adoraban a Schneeliesl y por nada del mundo hubieran querido renunciar a su presencia. 

Ahora bien, por muy detalladamente que os hayamos descrito lo que sabían hacer nuestros tres peluchines, no debierais pensar que fueran todopoderosos. A veces, el tiempo tomaba su propio curso, por mucho que los ositos se esforzaran e intentaran influir en él, porque nada es perfecto en este mundo, ni siquiera los dones y en ocasiones hasta la magia falla. Así, pues, os podemos contar que un invierno cayeron densas y continuas nevadas aunque Schneeliesl no pudo ponerse ni gorro ni bufanda durante buena parte de aquella estación, ya que en verano los había guardado tan bien en algún recóndito rincón de la casa que cuando llegó el frío fue incapaz de encontrarlos. En primavera, tras las primeras subidas de temperatura, los ríos empezaron a bajar peligrosamente crecidos, sumándose a ello el hecho que un día empezó a llover y no paró en tres semanas, a pesar que Jodlerseppl no cantó ni pudo hacerlo por sufrir de una persistente infección en la garganta. Todas las mañanas, nada más haberse levantado, Sonnenhansl se acercaba a la ventana y sonreía a las nubes como buenamente podía, pero en vano. El sol se negaba insistentemente a aparecer. De modo que una noche los dos ríos que rodeaban el pueblo, con un ruido semejante al de un furibundo trueno y tras un estremecedor crujido, se desbordaron. Sus aguas incontenibles corrieron por tierras y pueblos, cubriendo enseguida prados y campos, e inundaron las casas de los campesinos, de las que arrastraron gran parte de las pertenencias de esa desesperada gente. Tan grande fue la destrucción causada por la inundación que toda la región quedó sumida en la miseria y, a medida que se ablandaban las tierras bajo las aguas, se endurecían los corazones humanos. Al poco tiempo comenzaron a correr habladurías, primero en voz baja y escondiendo la boca tras la mano, que echaban la culpa de todo al inocente Jodlerseppl. Luego expresando abiertamente su rechazo, y ya no se cortaban ni cuando el peluchín estaba delante para escucharlo. Poco a poco, los tres hermanos cayeron en el desánimo y la tristeza. Jodlerseppl, cuya garganta por fin se había curado, no hubiera podido cantar aunque lo hubiese intentado. A Sonnenhansl tanto le pesaba la pena en su pobre corazón que por mucho que lo pretendiera no lograba sonreír y su cara no producía más que muecas grotescas que no conmovían a nadie. Los ojitos antes tan chispeantes de Schneeliesl se habían vuelto mates y su pelaje habitualmente tan blanco y bonito ahora tenía un aspecto apagado y escasamente atractivo. Cómo les dolió a los tres hermanos el darse cuenta de lo inconsistente que era el amor de los humanos y lo rápido que podía convertirse en odio. No, ellos jamás se habrían comportado así. Hubo gente que hasta les culpó de sus ataques de reuma, consecuencia de la excesiva humedad que achacaron a los cánticos de Jodlerseppl. 

Una mañana el pueblo amaneció con una pintada en el muro de la escuela que rezaba así: ¡Fuera hositos!. Por mucho que los deficientes conocimientos ortográficos dejaban al descubierto el lamentable nivel cultural del autor de la inscripción, no se podía negar que aquella penosa leyenda expresaba la opinión de una nutrida mayoría de los habitantes del lugar. Esa misma mañana el alcalde citó a los tres peluchines en su despacho del ayuntamiento. Tras un saludo y algunas falsas cortesías, el hombre se incorporó en su silla y, vistiendo su voz del tono grave que exigía su cargo y la importancia del mensaje que quería transmitir, el alcalde dirigió a los atónitos hermanitos las siguientes palabras: 

-Mis queridos ositos, os aseguro que personalmente nada tengo contra vosotros. Sin embargo debo actuar como el representante de la voluntad popular que soy, y os he de decir que el pueblo quiere que os vayáis. Claro que yo siempre intento ser justo y evito excesivas durezas, si puedo. Por eso os ofrezco que el ayuntamiento asuma el coste de vuestros billetes a …-. Aquí vaciló unos momentos, en tanto su mente buscaba febrilmente un lugar lo bastante alejado para contentar al pueblo y aliviar su sed de venganza. Su mirada recorrió las paredes del despacho para detenerse finalmente en un mapa de Europa que allí estaba colgado. Al fin sus ojos se clavaron en una península que se encontraba en el extremo sudoeste del continente y únicamente estaba unida a él por un estrecho cuello de tierra. 
-…España- continuó el alcalde. -Y además os daremos una pequeña suma de dinero para sufragar los gastos del viaje-.

Las palabras del alcalde hirieron a Jodlerseppl como inclementes latigazos, pero se aguantó las ganas de lanzarle una réplica amarga. De inmediato, tras la profunda decepción y en el mismo pasillo del ayuntamiento mantuvo una reunión familiar de urgencia con Sonnenhansl y Schneeliesl para debatir sobre el camino a tomar en esta situación. 
-Hermanos- dijo Jodlerseppl con aire abatido -siento que todo esto es sólo culpa mía y temo arrastraros conmigo a un exilio cruel. Pero quizás pueda conseguir que el pueblo acepte por lo menos vuestra permanencia aquí-
-¡Ni hablar!- gritó Sonnenhansl. -Hermano, donde te lleve tu camino en la vida, nosotros iremos contigo-
La pequeña Schneeliesl estaba demasiado consternada para pronunciar palabra alguna, pero se puso de puntillas, rodeó el cuello de Jodlerseppl con sus finos brazos y le plantó un consolador besazo en medio de su nariz.
-¿Qué hacemos entonces?- preguntó Jodlerseppl, algo aliviado por el apoyo recibido de sus queridos hermanos. 
-¡Las maletas!- saltó Sonnenhansl sin demora, dando una vez más muestras de su proverbial sentido práctico. 

Y así fue como los ositos se subieron a un enorme avión que les llevó a España, donde desembarcaron en Barajas, el aeropuerto de Madrid. Echaron mano del dinero para gastos y cogieron un taxi con el que se dirigieron al mismo centro de la gran capital española, donde a continuación pasaron el día más terrible de toda su vida. Había gentes, gentes y gentes, voces, gritos y sirenas. Un ruido ensordecedor de personas y tráfico, así que a los tres hermanos les costó lo suyo hacerse oír y comunicarse entre ellos. Innumerables fueron las veces que se perdieron en el confuso y gigantesco laberinto callejero. Los pisaban, les robaron parte de sus pertinencias, en el metro fueron separados por un malhumorado conductor de trenes que cerró las puertas antes que pudieran subirse todos al vagón y sólo la suerte hizo que se volvieran a encontrar en la siguiente parada. No hubo en toda la ciudad rincón posible donde poder refugiarse del constante trajín de la gran ciudad. Agotados ya de su aventura urbana, por último y al intentar cruzar una avenida tan ancha como lo era el añorado valle de su pueblo natal, un coche casi atropelló a Schneeliesl, quien comenzó entonces a llorar tan desconsoladamente que no podía parar, mientras sus dos hermanos mayores trataban de reponerse del tremendo susto que habían sufrido. Por fin su caminata les llevó a un parque donde encontraron un poco de paz, aunque incluso allí sobraban humanos cuyos perros les acechaban y acosaban. Se sentaron en un banco y al rato de haber descansado Jodlerseppl tomó la palabra. 

-Hermanos- dijo -me parece que la ciudad no es para nosotros-

-Ni que lo digas- le respondió Schneeliesl con voz cansina.
 -¿Qué hacemos entonces?- se preguntó Jodlerseppl. 
-¡Buscar la montaña!- sugirió Sonnenhansl quien, como siempre, mostraba un talante sumamente práctico. 

Estando los tres de acuerdo buscaron Chamartín, la gran estación de trenes de Madrid, donde Jodlerseppl se encaminó hacia una de las taquillas. 

-Señor- dijo dirigiéndose al funcionario de trenes -¿puede darnos tres billetes a un lugar con montañas?-
-Y donde no haya tanta gente como aquí y la que haya sea amable y hospitalaria- añadió Sonnenhansl. 
-Y donde nieve en invierno- sonó una delicada vocecita, la de Schneeliesl, aunque a ella no pudo verla el funcionario, puesto que era tan pequeña que su cabecita quedaba muy por debajo de la ventanilla. 
-¿Cuánto dinero tenéis?- quiso saber el vendedor de billetes. 
Jodlerseppl deslizó su mano en los bolsillos de sus Lederhosen, sacó todo el contenido que aún quedaba allí y lo dio al expendedor. 
-Mucho no es- dijo éste, pero tras haber consultado las misteriosas máquinas con las que trabajaba, sacó efectivamente tres billetes. -A León- dijo el taquillero y con esto cerró la operación. 
Unos minutos más tarde los peluchines se encontraron sentados en un tren rumbo a León, una provincia ciertamente montañosa. 

Bajaron en la capital leonesa y desde allí se dirigieron hacia campo abierto, donde varios conductores de tractores agrícolas y camiones -consecutivamente- se apiadaron de los ositos, llevándolos un trozo del camino con ellos. Y así fue como nuestros peluchines llegaron a un pequeño pueblo cuyo nombre no vamos a citar, pero sí os podemos decir que empezaba por “S” y se encontraba en la leonesa comarca de La Vega. Este pueblo, donde los ositos habían decidido probar suerte y esperaban poder establecer su nuevo hogar, tenía algunos elementos en común con su pueblo natal. Había montañas, aunque ni eran tan altas como las de su amado Tirol, ni se encontraban tan cerca del pueblo. Había también un río que atravesaba el pueblo, cosa que gustaba a los peluchines, a pesar de ciertos malos recuerdos por el desastre acontecido en las lejanas tierras tirolesas, y las catastróficas consecuencias que para ellos supusieron las inundaciones antes referidas. Por otro lado, muchas cosas eran muy distintas de aquello a lo que estaban acostumbrados. Las casas estaban hechas de ladrillo visto o revocado y la sobria iglesia, construida en piedra y coronada por un campanario en forma de airosa espadaña, distaba mucho de la coqueta iglesia blanca en estilo barroco donde ellos fueron bautizados. Uno de los camioneros que los llevó les había hablado muy bien de estas tierras, de sus campos verdes y exuberantes, y de sus apacibles y entrañables gentes. Y la verdad es que así solía ser aquel pueblo. Bueno, casi siempre. 
Pero qué gran decepción se llevaron los peluchines en el momento de su primera toma de contacto con ese lugar, pues desde hacía algún tiempo nada seguía su curso habitual. Justo por entonces atravesaba esta tierra por la peor sequía que se recordaba en la zona. Un sol de justicia abrasaba el terreno sediento y lo surcaba de profundas grietas por las que apenas asomaban unos pocos tallos tristes y débiles que presagiaban una cosecha desastrosa, si no completamente fallida. Bandadas de pájaros hambrientos sobrevolaban desganados las calvicies de las antaño fértiles campiñas en su infructuosa búsqueda de comida. Un rebaño de ovejas flacas, que ni tenía fuerzas para balar, cruzaba el pueblo. Hacía ya bastantes semanas que los lugareños habían entrado en incruentas guerrillas, peleando ferozmente unos contra otros, enfrentados por el reparto de la escasísima agua de riego. En repetidas ocasiones incluso habían llegado a las manos. Este panorama francamente desolador se les presentó a los hermanos y los hundió en una profunda nostalgia.

-A ver si de aquí me echan por exceso de sol- comentó lacónicamente Sonnenhansl. 
-No podré ponerme nunca más mi gorro- se lamentó Schneeliesl, secándose su delicada frente con la bufanda que llevaba arrastrando por el polvo de la calle, porque con el calor que hacía le pesaba demasiado en las manos. 
-Pero quizá yo pueda ayudar a esta gente- dijo Jodlerseppl y emprendió rumbo al centro de la plaza. Allí se plantó, enfrente de la iglesia y, a la vieja usanza, lanzó sus cánticos al aire, sólo que esta vez iban dirigidos hacia la iglesia y no a las montañas. Tampoco le contestó el eco, porque las montañas, desde donde éste hubiera podido ser devuelto, estaban demasiado lejos. HOLAREIDIIII, sonó su grito, seguido por un segundo HOLAREDIYIIII. La gente, boquiabierta, dejó sus quehaceres y le miró con asombro. Nadie jamás había escuchado en este lugar nada ni remotamente parecido. La pareja de cigüeñas que anidaba sobre la espadaña de la iglesia despavorida levantó el vuelo y unas cuantas astillas procedentes de la vivienda de estas aves cayeron desde la punta de la torre al suelo, como una fina lluvia, presagio lo que habría de pasar después. Se abrió la puerta de la iglesia y de ella salió el cura del pueblo limpiándose la sotana de las astillas descendidas del cielo. Al darse cuenta de la naturaleza del revuelo que se había montado delante de la casa de Dios lanzó una mirada estricta a Jodlerseppl y sentenció: 
-Este rapaz está loco.- Justamente en este instante se desprendió una primera gota de lluvia de una nube que súbitamente había aparecido en el firmamento añil, una gota bien gorda por cierto, que fue a parar directamente en la lengua del cura, donde se posó en medio de la última “o” de la palabra “loco”, antes que el párroco hubiera tenido tiempo de cerrar la boca. 
Más y más eran las gotas que fueron cayendo y a medida que Jodlerseppl se ejercitaba cantando, el chubasco ganaba en intensidad. Las gentes levantaban sus rostros al cielo ofreciéndoselos a la líquida bendición, como los girasoles dirigen los suyos hacia el sol para saludar los apreciados rayos. La tierra tragaba con ansia el agua anhelada durante tanto tiempo, se empapaba de ella, y con fruición bebía y bebía. Los niños tiraron sus Gameboys con los que se habían estado aburriendo y empezaron a bailar, saltar, chapotear y atravesar con sus bicis los charcos que rápidamente se estaban formando, salpicándose y mojándose unos a otros, mientras se lo pasaban a lo lindo. Llovía y llovía, todo el resto del día y toda la noche. 

La mañana siguiente, que era domingo, los habitantes del pueblo se encaminaron a la iglesia para asistir a misa. Aún traían caras largas, porque las peleas de tantas semanas no se podían olvidar tan pronto y no era tarea fácil restablecer las buenas relaciones vecinales y antiguos vínculos de amistad. Al llegar al pórtico de la iglesia encontraron a los tres peluchines que en él se habían refugiado de la lluvia y para pasar la noche. Entonces Sonnenhansl entendió que ahora le había llegado el momento de entrar en acción. Su cara se iluminó con la mejor de sus irresistibles sonrisas, y quien recibió su mirada sintió como si un rayo de luz se adentrara por sus ojos y de allí se dirigiera directamente al corazón, dejando tras de sí una estela de cálida felicidad. Poco a poco, todos los vecinos del pueblo empezaron a mostrar rostros sonrientes. La gente comenzó a saludarse y a intercambiar palabras amables. Durante la misa cesó la lluvia y al salir de la iglesia un suave y dorado sol, que nada tenía que ver con el abrasador enemigo que hasta el día anterior había castigado a la tierra desde el cielo, esperaba a los lugareños. Aunque nadie comprendía qué estaba pasando, a lo largo del día todas fueron sonrisas, mientras los campesinos se abrazaban, se besaban y se estrechaban las manos. 

Con el tiempo supieron que aquellos insólitos acontecimientos se debieron a los dones de los ositos. Paulatinamente el pueblo fue volviendo a la normalidad, tanto en lo que se refiere a la situación meteorológica, como a las relaciones humanas. Para mostrar su agradecimiento los habitantes del pueblo, que eran personas honradas y educadas, ofrecieron a los recién llegados casa y hogar, aceptándolos entre ellos con cariño y respeto. Y en invierno, cuando además se les reveló en qué consistía la magia de Schneeliesl y se percataron que gracias a ella volvía a nevar tanto como en los buenos y viejos tiempos ya sólo recordados por los más mayores, la felicidad fue completa y a nadie se le ocurrió poner en duda nunca jamás la conveniente presencia de los tres peluchines en S. 

Se estaba acercando el primer aniversario de la llegada de nuestros amiguitos y la gente del pueblo quería celebrar ese día con algún evento especial, como especiales eran los peluchines adoptados por ellos. Por fin alguien tuvo una brillante idea que en seguida ganó el beneplácito de toda la comunidad: iban a construir un monumento a los ositos, el cual ubicarían en medio de la plaza. Con el propósito de recaudar los fondos necesarios para llevar a cabo este plan, organizaron una comida popular, a la cual asistió el pueblo entero. Nadie se ausentó y no hubo ni uno que no se rascara el bolsillo para tan noble fin, e incluso los más tacaños se volvieron generosos. El artista del pueblo, un chico de pelo largo y no del todo comprendido por la totalidad del vecindario, pero artista al fin y al cabo, se encargaría de elaborar el diseño de la estatua. Antes ya había dado suficientes muestras de sus dotes artísticas, trazando un escudo estupendo para la Asociación Deportivo y Cultural del pueblo. El siguiente sábado se juntaron todos para construir el monumento. No faltaba nadie, todos aportaron su grano de arena. Algunos, en el sentido más literal de la expresión, cavaron el foso para los cimientos, mezclaron cemento o seccionaron bloques de piedra de las que el artista luego esculpiría las figuras que representarían a los ositos. Y otros, en sentido menos afanoso y más lúdico, prepararon empanadas, cocinaron tortillas y cortaron cecina, chorizo y jamón para abastecer de viandas, junto a cantidades descomunales de cerveza, bebidas de cola y naranjadas a los tan hacendosos como hambrientos y sedientos constructores. El domingo la estatua, a la que denominaron “El Monumento al Peluchín Cantarín”, ya estaba terminada y la inauguraron celebrando una gran fiesta, con música, baile, globos y carameleras. 

Y nada más nos queda por contar, salvo que los peluchines se quedaron para el resto de su vida en aquel pueblo leonés, cuyo nombre empezaba por “S”. Contribuyeron considerablemente a la mejora de las condiciones meteorológicas del lugar y a levantar la maltrecha economía de sus habitantes. Vivieron felices, como felices vivieron los demás vecinos del pueblo. Bueno, casi siempre. 

FIN 
(Cuento escrito por Vera Krutisch y revisado por Nano Miguélez, pseudónimo de El Diantre Malaquías)

No hay comentarios: