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11 mayo 2023

(₸X) El diccionario mágico



(Relato dedicado a Helena Román Garrido, a su compañero David y, por extensión, a su hermana Irene y sus padres Mamín y Jose, nuestros entrañables amigos. Elche.)

-I-

Por la cabeza de Ariana pasó aquella tarde de sábado todo un compendio de su aún joven vida. Sobre el trabajo, la semana trajo la misma vacuidad de siempre. Nada. Ni un solo hueco por el que colarse -así fuera de rondón- en la vocacional y al mismo tiempo ardua tarea didáctica. Bernardo, su novio, poco a poco íbase abriendo sendas de cierta solidez en el mundo de la comunicación y la imagen, para el que ciertamente tenía talento. Pronto la pareja de tortolitos mudaría a nido propio, hito tan atractivo para ambos, como de sentimientos encontrados para los padres de Ariana. ¿La perderían en parte, o se la quitarían de encima?. 
Las múltiples actividades y posgrados que Ariana realizaba en las horas extra de su cada día debían ser replanteadas. Los temas de opositar se los sabía incluso al dedillo, de tanto tocarlos. El italiano ya lo aprendía hasta por ósmosis. Ah, y el alemán meses atrás aparcado…, ¿qué hacer con él?. Tiempo ha, unos amigos de la familia le regalaron un diccionario de ese idioma, tal vez con la secreta intención de incitarla a continuar con su estudio. Se acordó de él y buscó en su biblioteca hasta encontrarlo. Bernardo, por su parte, ya se había abandonado de cuerpo entero en los brazos de Morfeo. Ariana abrió el diccionario y, mojando el dedo corazón en su saliva, pasó y pasó páginas, entreteniéndose ocasionalmente en alguna desconocida palabra. Una sensación narcótica sacudió su cuerpo de arriba abajo. Cada vocablo en el que se fijaba se transformaba como por arte de magia en una película tridimensional que disfrutaba con inusitada intensidad. Tan grata le estaba resultando la experiencia que, rauda cual saeta india y para que no se disipase el embrujo, buscó la palabra “cine”. Leyó “Kino” y no leyó nada más, pues de forma súbita su cabeza cayó desplomada sobre la mesa, quedándose profundamente dormida. 

-II-

Para seguir su costumbre, a ojos somnolientos de Ariana el domingo amaneció tarde, pero cargado de una extraña paz y un inquietante silencio. Nada rebullía a su alrededor, salvo Bernardo, quien de vez en cuando se revolvía en el lecho entre muecas y resuellos. Se desperezó, frotó con la mano en puño sus oculares cuencos, pasó agua por su cara y acudió a la cocina. No aparecía nadie por ninguna parte. Tampoco en el salón ni en las habitaciones. Se habían esfumado todos. Llamó a su abuela Andrea y allí nadie respondió. Las piernas empezaron a temblarle y se vio invadida por una gran inquietud. En una de sus agitadas idas y venidas por el pasillo advirtió que, sujeto entre el marco y la pared, un papel doblado pendía del hermoso cuadro de tonalidades grises y amarillas del comedor. ¿Sería una nota de sus padres?. Respingó y corrió a cogerlo. Ávida como el hambre misma, lo leyó. Contenía un críptico y también esperanzador mensaje que decía:


"Tu familia está bien. Los recuperarás a todos sanos y salvos, pero sólo obtendrás la protección de un hechizo benigno sobre ella si en el plazo máximo de 60 días consigues descifrar todos los enigmas y alcanzas cada una de las metas de tu viaje. Ah, y guarda este secreto, salvo a oídos de tu compañero. Para empezar, una fácil adivinanza": 

En el porche de Levante
donde el viento es caricia
con el mundo por delante
vuestro viaje se inicia.

Ariana despertó a Bernardo y le mostró el criptograma. Debían trazar un plan, pues algo extraordinario les estaba sucediendo. Decodificaron cuanto pudieron y enseguida se vieron armados de pertrechos varios, incluidos los propios de filmar -claro está- y se dispusieron a iniciar su insólita odisea. Sin saber muy bien cómo, aparecieron frente a la verja de la segunda residencia familiar. ¿Sería aquel el “porche de Levante” al que hacía referencia el texto?. Un peculiar personaje les había acercado con su coche, desde el cercano apeadero de Torrellano. Les habló mucho de cine como afición compartida con la pareja, e incluso les cantó alguna canción sobre cine de algún gemiautor al uso. “Cine, cine, cine, cine….”. Santo y seña, sin duda. En la casa nada ni nadie se movía. Durante cinco eternos minutos esperaron con la mente sembrada de preguntas como garfios. ¿Se habrían equivocado?????????????. A punto estaban de retomar la búsqueda por otra parte, cuando un adusto caballero de barba blanca y atuendo marinero, gorra y pipa, se acercó y les pidió que lo acompañasen, no sin recitarles antes el vocablo “cine” por cuadriplicado. Confiados le siguieron cuesta arriba por una callejuela que conducía a una rotonda ciega, donde les esperaba un globo aerostático dotado de todo lo elemental para sobrevivir sin agobios. Se aprestaban a embarcar, cuando un pájaro de buen agüero dejó caer un regalito sobre la cabeza de Bernardo. Se temieron lo peor, pero no, sobre la cabeza de Bernardo había caído un canuto con un papel envuelto en su interior. Subieron a la holgada barquilla del globo y, antes de soltar lastre y tomar cielo, abrieron el mensaje: 

Rumbo norte
a la dehesa
donde el abuelo ausente
añoraba a su princesa.


Cogieron rumbo norte sin saber todavía nada sobre su destino. Sobrevolaron pelados serrijones, vastos viñedos y espesos bosques de conífera mediterránea. Con la sensación de un ser alado y libre, Ariana dejaba acariciar su delicado rostro por el aire, en tanto barruntaba sobre el significado de “la dehesa”. Intuía que no se trataba de la extremeña ni de la charra, así que con toda su dulzura ordenó amablemente al comandante Licitán (que así se hacía llamar quien los conducía) enfilar dirección al Cantábrico oriental. No tardaron en aparecer masas arbóreas de encinas y campos salpicados de verdes prados y polícromas flores. De exultante primavera, a bien decir. Descendieron y pasearon por el hermoso paraje. Vadeaban un cristalino arroyo, cuando a lo lejos divisaron una venerable anciana que reposaba en la ribera a la sombra de un álamo, mientras bañaba sus pies al arrullo del inquieto riachuelo. Era la abuela Andrea. Tenía un aspecto radiante y no supo explicar nada, salvo que siempre tuvo el deseo de visitar aquellas tierras toledanas, donde su difunto marido había pasado el difícil periodo de la guerra civil. En La Nava de Ricomalillo la habían tratado como a una princesa, guiándola uno u otro vecino a todos aquellos lugares de su interés que quiso visitar. Alegres cual gorriones saltarines en un ocaso de verano, disfrutaron del entorno, de aquel paisaje abierto y al tiempo de la tupida floresta. Todos bañaron sus pies y refrescaron sus sienes y mejillas en las aguas -tan prístinas como menguas- de ese arroyuelo de los Montes de Toledo.

Con la abuelita ya recuperada volvieron por donde habían venido. Sin embargo, donde el globo tomó tierra ya no estaba. De nuevo sin pistas, sin lugar al que dirigirse ni medios para hacerlo. Que Dios proveyese. Un gañán de alguna de aquellas ganaderías se les acercó e, interesándose por su situación de extraviados, se ofreció a acompañarlos al pueblo más cercano. Bernardo oteaba a diestro y siniestro y escudriñaba entre las tapizadas lindes del sendero. En una de sus incursiones oculares atrajo su atención un zeppelín aterrado en una chacra del sotobosque. Tenía inscrita la leyenda “Cine, cine, cine, cine….” Allí deberían dirigirse. A su llegada fueron recibidos por el ya conocido comandante Licitán y otra tripulante con pinta de asistenta estricta, la cual sin duda estaría con ellos para tomar los cuidados de la abuela. Dentro de las limitaciones que imponía el reducido espacio, el interior del zeppelín presentaba un aspecto confortable y de cierto lujo. La cama de la abuela era, no ya de princesa, sino de reina misma y para dormir como tal. Todos fueron informados por el comandante que continuaría a su servicio, pero no podrían despegar, en tanto no se interpretase el mensaje del que era depositario: 

Italianos y franceses
son
y también son tiroleses
y su son.

Con su proverbial (y real) agilidad mental, Ariana de inmediato descifró un primer destino. No le cabía ninguna duda que se trataba de los Alpes. La abuela por otra parte ya había sido asaltada por la asistenta, quien más que cuidarla la tenía secuestrada. Por fin el globo inició su andadura. Cruzaron los Pirineos aún nevados en sus cimas. Las bocas del Ródano escupían aguas terrosas dos kilómetros mar adentro. El domo de Milán. Algo más adelante comenzaron a emerger enormes rocas esculpidas de hondos glaciares y vestiditas de blanca novia. Sobrevolaban los Dolomitas. 

A la jornada siguiente aparecieron a sus pies cimas esbeltas, con praderas preñadas de flores tendidas en sus faldas, y hasta una bucólica señorita -saya al viento- correteando prado arriba. Volaban sobre un pueblo de gran tipismo y enorme bullicio que parecía estar en fiestas. Un desfile encabezado por una orquesta de músicos peculiarmente indumentados recorría la calle principal y despertó la curiosidad de Ariana. Pidió entonces al comandante descender y todos se dirigieron a presenciar el jolgorio de la calle principal. Su sorpresa alcanzó ribetes gloriosos al verse recibidos con honores por una banda tirolesa; quienes, dejando de lado por un momento sus agudos grititos, los recibieron al son de un fragmento del “Misteri”. Ariana comprendió que en la orquesta estaba la clave (con tanto son) y aquel era el lugar. En un alemán que Ariana entendió, el director que los guiaba les hizo la inapelable propuesta de unirse todos al bullanguero cortejo. Un baño de multitudes agolpadas en las aceras rindieron un caluroso homenaje a los bienvenidos y bienhallados españolitos. Media hora más tarde llegaron al complejo escolar de la localidad, donde se les invitó a entrar. En una sala muy bien acondicionada del académico edificio dieron con Isalba, quien en aquel lugar, con sus niños y sus gentes y sus tartas, había sido muy feliz. Y aunque ahora la alegría por haber encontrado a los suyos la desbordaba, no dejaba también de sentir pena por ese lindo muchacho con el que compartió quién sabe cuántos buenos momentos. El pueblo entero despidió a Isalba y su familia con otra atronadora ovación, tras unos sones de la banda apostada a la puerta del recinto. Después cenaron y durmieron largas horas. 

Cuatro landós de doble tiro, con los caballos enjaezados y enganchados para rodarlos, esperaban aquella mañana a los afortunados viajeros. Tres correspondían a los pasajeros (la abuela y su sargento, Bernardo y Ariana e Isalba sola, que el comandante había vuelto a esfumarse), y el cuarto para la intendencia. Y todos con su servicial y cortés cocherito, dirigiendo y asumiendo el mando de la marcha quien en cada momento condujese el primer carruaje, junto con la propia Ariana. Partieron y se perdieron sin rumbo fijo en un bosque alpino, si bien se vieron siguiendo el curso de un hermoso y torrencial río. ¿Cuál sería ahora su destino?. Escudriñando en uno de los fardos laterales del landó en el que viajaba, Isalba encontró -cómo no- una nota con otro enigmático texto:

Junta aguas de tres ríos
pasa uno de aguas tierra
entra otro bien azul
y un tercero de aguas negras. 

Passau -pensó Isalba- es Passau, pues unos amigos le habían descrito con todo lujo de detalles la ciudad de los tres ríos. Avisó a su cochero, quien con un estridente silbido detuvo toda la caravana. Bajó, habló con Ariana y ésta informó de la dirección a tomar al cochero que en esos momentos abría la comitiva. Después de todo, al seguir el curso de aquel río, la ruta era la correcta y ya viajaban en dirección a Passau. Llegaron al anochecer y aparcaron en una explanada, frente a la cual se erigía un acogedor albergue rodeado de jardines afrancesados, en el que cenaron y pasaron la noche. 

Al día siguiente los landós, como era de prever, habían desaparecido. Visitaron entonces el centro de la urbe y pasearon por los muelles del puerto fluvial. En el muelle Adenauer Kai, Ariana oyó que un marinero tarareaba el tema “Cine, cine, cine, cine…” del famoso gemiautor hispano-filipino. Se aproximaron al lugar y allí se encontraron de nuevo el comandante Licitán. (¿deberían llamarle a partir de ahora almirante?), el cual les invitó a pasar al interior de un navío de confortables aposentos, en el que los pasajeros ya conocidos por reiterados se acomodaron según instrucciones de la tripulación. A lo largo del trayecto tiempo no les faltaría para buscar y descifrar arcanos. Navegaron Danubio abajo, Linz, Melk, Viena. En esta ciudad atracaron en el muelle Handels Kai y durante unas horas la visitaron. Un panel luminoso con la inscripción “Atos Berg. Meditation Zentrum” llamó la atención de Ariana, tal vez porque combinaba vocablos de lenguas clásicas que ella bien conocía, con otros de caracteres y morfología anglo-germánica, que no le resultaban tan familiares. Regresaron al barco y zarparon aguas abajo. Tomaron el sol, platicaron, discutieron. Isalba se encargó de recordarles a todos pasados viajes arqueológicos por otros ríos navegables y todos entendieron dónde deberían buscar al padre. Pero, ¿y la mamá?. 

En sus adentros Ariana presentía que su madre -la muy sibarita- podría andar por Grecia, así que se dirigió al comandante (¿o almirante?) Licitán y le sugirió tomar ese rumbo. Atravesaron el delta del Danubio, con sus brazos muertos plagados de nenúfares, y el Mar Negro y el Bósforo y el Dardanelos y –al frente– el Mar Egeo. Enfilaron hacia las penínsulas del este griego tras un carguero identificado con el epigrama "Monte Atos Katounakia". Por supuesto, Ariana captó el detalle y, acudiéndole entonces a la cabeza el anuncio publicitario de Viena (Atos, Meditation…), hizo detener el barco en una cristalina bahía esmeralda, desde la que se divisaban colgados en las rocas un par de majestuosos monasterios. Por una empinada escalinata de piedra ascendieron hasta uno del que brotaban bellas salmodias de los monjes ortodoxos. Allí, en medio de aquel halo místico de liviano silencio sólo roto por los cánticos, una embelesada dama ataviada con un velo contemplaba y participaba en el piadoso rito. La emoción embargó sus almas hasta el arrebato. Era la mamá Elvira, quien durante quién sabe cuánto tiempo había tenido al monasterio por morada, disfrutando del retiro y de la paz, de rezos y salmodias, de vísperas y maitines (o sus análogos), de saunas, baños con barro y masajes de avezadas señoritas y hasta de un señorito. Nadó también en aguas turquesas e incluso, en un inusual alarde deportivo en ella, había ascendido al Monte Atos, desde donde contempló la sobrecogedora hermosura de las azules e imponentes bahías del Egeo. 

Tocaba ahora rescatar al padre, al que todos sabían ya dónde buscar. Seguirían en el mismo barco en dirección al delta del Nilo, dejarían Alejandría y, río arriba como alguno de los que viajaba recordaba de pasados periplos, remontarían hasta donde el destino les llevase. En un tramo de la ribera la abuela advirtió la presencia de un nativo con una palma como las de Elche en su mano izquierda, particularidad que a Andrea emocionó sobremanera. El comandante, a sugerencias de Ariana, aminoró la marcha y fondeó donde pudo. Quería saber quién era aquel hombre y lo primero que oyó de su boca fue la cantinela “Cine, cine, cine, cine…”, entonada con un peculiar acento extranjero. De inmediato los guió hacia un destartalado hangar, donde esperaba un verdadero parque móvil de camellos y una litera con cuatro porteadores para transportar a la abuela cuando lo estimase oportuno. Elvira dio órdenes al jefe de la expedición para que se dirigiese a las ruinas y destrozos más próximos que hubiese por el lugar, y allí -en efecto- estaba Orencio rodeado de pedruscos y extravagantes herramientas. Tan absorto se hallaba en su afición que ni advirtió la presencia de los suyos, hasta que éstos se abalanzaron sobre él para estrujarlo de amor. En realidad era quien menos había añorado a la familia, no porque no la quisiese -qué sandez-, sino porque las piedras y monedas a este hombre me lo embobaban. Así que por ello tendría un pequeño (?) castigo. Se encontraban pues todos juntos, habiendo cubierto con éxito hasta la penúltima etapa. Faltaba la última y sólo restaban tres días para la caducidad del hechizo benefactor. No obstante, debían estar tranquilos porque el “mequedecomoestoy” ya lo tenían ganado.

Caminaron durante dos días y tres noches por aquel mar de arena, del que ocasionalmente asomaba alguna roca para desafío del viento y a su merced. El guía desapareció con sus camellos y sólo permanecían los cuatro porteadores de la litera de Andrea. Cada vez que alguien sentía o pensaba en la necesidad de un oasis, allí delante se les plantaba uno y además con todas las comodidades. Al final de la tercera noche, muy de madrugada (les quedaba medio día), Ariana se despertó sobresaltada por un insólito y cercano silbido. En las lindes del oasis una cobra (“la que se levanta”, la misma y mítica “Uraeus” o “Uraios”) siseaba y contorsionaba su alargado cuerpo con sugerentes movimientos que parecían invitar a seguirla. Con sumo cuidado y sin movimientos bruscos los despertó a todos, advirtiéndoles de tan turbadora presencia. Pasado el susto, Ariana recordó ipso facto un jeroglífico que en este último tramo de su andadura había observado en unas ruinas, el cual cobraba ahora todo su sentido y -por fin- creía poder enunciar su contenido: 

Del ofidio en su guarida
tras las huellas del reptil
hallaréis en su cubil
vivir sin cargos la vida. 

Debían pues seguir al espeluznante bicho, el cual inició su camino hacia un destino misterioso con un reptar tan ágil y saltarín que en cada uno de sus movimientos proyectaba partículas de sílice a sus espaldas. Pronto llegaron a un pequeño promontorio de arena frente al que se apostó, se irguió como señala el mito, se contorneó con delicados movimientos ondulantes, de modo que parecía estarles señalando el destino final, retirándose poco después y perdiéndose en la inmensidad del desierto. El intrépido Bernardo, más acostumbrado a asuntos campestres, se acercó y con toda la prudencia (no fuesen a aparecer más bestias como aquélla) escarbó en la arena y enterrado en ella apareció un ventanuco de hoja envejecida y deformada. La empujó y en aquel mismo instante una fuerza sobrenatural a modo de tornado místico los absorbió a todos y los transportó a un fastuoso palacio forrado con paños de oro en sus paredes, con columnas de plata maciza, con capiteles compuestos y descompuestos, con jeroglíficos por aquí y por allá que ya no haría falta interpretar, y -sobre todo- con monedas, muchas monedas. Tantas, tantas monedas que incluso Orencio, poco dado a frivolidades que él no solía permitirse, acabó por solazarse con el juego de la lluvia de monedas. Al fin, después de tres agotadoras jornadas y con apenas una hora de margen para finalizar su mágico plazo, habían alcanzado la última y definitiva etapa. En medio de tanta opulencia y con las nociones de espacio y tiempo del todo perdidas, cada uno buscó un rincón a su antojo y acomodo donde descansar apaciblemente.

-III- 

Esa mañana de domingo Ariana se levantó tarde, como de costumbre. El silencio imperante en el piso hizo que el corazón le diese un par de vuelcos bruscos. Salió y repasó las estancias y no, allí estaban todos, unos dormidos y otros en silencio para no perturbar el sueño de quienes dormían. Llamó después a su abuela que se encontraba radiante en compañía de su vecina y confidente, a quien estaba relatando un sorprendente sueño de alguna de las noches pasadas. Desde lo más hondo del diafragma de Ariana salió un resuello de alivio y laxa cayó sobre el sofá con todo su exiguo peso. 

Aprestábanse para sentarse a la mesa y comer, cuando en ese instante sonó el teléfono. Al otro lado de la línea un joven con acento foráneo preguntaba por Isalba. Tomó ésta el aparato y, tras una breve introducción en castellano, acabó hablando en un fluido alemán, o algo parecido. Tiempo atrás Ariana había iniciado su estudio y ahora era Isalba quien lo peroraba como el mismísimo Goethe. Empezaban de nuevo con los sobresaltos. Sobre la mesa vio Ariana su mochila del Coronel Tapioca con unos discos que contenían grabaciones desconocidas. Una irrefrenable curiosidad la empujó a instalarlos y ver su contenido, comprobando estupefacta que en ellos se había grabado toda la película de lo que creían haber soñado. Lo mostró a todos y nadie entendía nada. Tampoco Isalba y su repentino don para los idiomas. 

La tarde del domingo trajo más sorpresas. Otra llamada anunció a Ariana que el martes por la mañana debería acudir a una entrevista en un centro educativo muy próximo a su domicilio, donde firmaría un contrato como enseñante hasta final de curso, con muchas posibilidades de renovación al curso siguiente. Resultaba insólito recibir una llamada de esta índole una tarde-noche de domingo, pero ya se habían medio acostumbrado a estas fuertes impresiones. 

El día iba feneciendo, tanto como crecía el desconcierto de la familia. La mañana del lunes, también como de costumbre, Orencio acompañó a Elvira a su trabajo en el colegio, el cual -para estupor de ambos- ya no era un colegio, sino una planta de envasado de alcachofas y brécol. No preguntaron nada, porque nada podrían responderles. Mejor callar, no fueran a tomarles por orates. Traspuesta por la conmoción, Elvira no quiso quedar sola y decidió acompañar a su marido a una representación de calzado previamente programada. El lugar, familiar sin duda para Orencio, no era como lo recordaba y la tienda ya no existía, habiendo en su lugar un locutorio para sarracenos. ¿No se estarían volviendo locos de verdad?. Desorientados, sin trabajo y sin saber qué hacer no se les ocurrió nada mejor y optaron -a la sazón- por acudir a su banco para repasar cuentas, pues según parecía se avecinaban tiempos de zozobra. Al llegar, el director con tono solícito, casi servil les invitó amablemente a pasar a su despacho. ¿Mal, o buen fario?. Preguntó qué les traía por allí y al contestarle que venían a revisar sus cuentas, les explicó que no debían preocuparse, ni ahora ni el resto de su vida. La cara de pasmo con la que debió ver a la pareja llevó a comprender al director que tal vez no estuviesen del todo al corriente de su suerte, así que les pidió que lo acompañasen. En una de las cámaras acorazadas, un emir -por supuesto- sarraceno y con cara de pocos amigos, pero muy amable, había depositado un aval en forma de preciados cofres, por una cantidad sin límite. Accedieron al interior donde bien custodiados, protegidos por una vitrina cerrada con candado y blindada a cal y canto (mayormente para evitar tentaciones de las que uno pudiera después arrepentirse), hallábanse dos cofres abiertos con dos o tres metros cuadrados de monedas de inmenso valor, pero que no podían ser tocadas porque entonces perderían su hechizo bienhechor. Ése era el aval que permitiría a los viajeros de aquel fantástico sueño disponer de dinero sin límite, mientras cualesquiera de ellos siguiera vivo, y siempre y cuando no se rompiese el encantamiento por tocar las monedas. Orencio, que ahí tenía su penitencia, se giró y, por el bien de su familia, prefirió olvidarlas, o al menos intentarlo. Puerca crueldad. Regresaron a casa con un estado de ánimo imposible de catalogar ni por el más experto de los psicólogos. Dios, todo lo que les estaba ocurriendo. 

Ariana se dirigió a la biblioteca de su cuarto y miró el diccionario. No se atrevía a tocarlo por si ello pudiera desbaratar el ensalmo que todos estaban viviendo, aunque nunca nadie les advirtió que por tocarlo u ojearlo fuese a deshacerse el embrujo, y si es que era en él donde se encontraba. No resistió la tentación y lo tomó, lo ojeó y reojeó, mojó y remojó el dedo corazón en su saliva para pasar página, se fijó y refijó en “kino” y en otros muchos vocablos. No, nada anómalo le estaba sucediendo. Aprendió -eso sí- mucho alemán, aunque no tanto como ya sabía Isalba. Cansada se retiró a la cama y, abrazada a Bernardo, durmió plácidamente. Mañana martes tenía concertada una esperanzadora entrevista.

FIN 
El Diantre Malaquías

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