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17 junio 2023

(₸X) La berenjena caprichosa

(Para Irene, su familia y amigos)

-I-

      Tras una ardua y exigente etapa de exámenes y aprovechando unos días de holganza oficial que le correspondían, Isalba decidió regresar al entorno familiar y con los suyos, a recogerse en ese pequeño paraíso que para ella representaba la casa que la familia tenía en el campo, a decir verdad un auténtico palacio de verano. Venía además de un invierno especialmente crudo en la meseta y precisaba de esos aires levantinos, tan delicados y suaves, a la par que refrescantes en los momentos de intenso calor y resisterio. Nada que ver con el encogimiento que producen los gélidos fríos de sierras y páramos en las altas tierras castellanas. Gran parte de su breve periodo vacacional lo ocupó en su campestre refugio, entre olivos, lantanas, hibiscos, buganvillas y junto a un numeroso grupo de gatos de la contorna que, aparte -claro está- de presentar sus desinteresados respetos a la venerada Isalba, rastreaban las sobras y si podían las previas de los diferentes ágapes cotidianos. Casi a diario recibía la visita de sus padres que, movidos por ese obsesivo amor de todo buen padre, le hacían compañía y supervisaban sus tareas tanto hogareñas como rústicas. Uno de esos días su padre trajo diversas semillas y vástagos que habrían de ser cultivados, para después degustar sus frutos frescos a lo largo del verano y parte del benigno otoño del lugar. Además, en ciertas etapas del año la casa era concurrida por numerosos huéspedes, todos ellos de gusto refinado y grandes amantes de lo más selecto de la tierra, el mar o el aire. Así que de inmediato Isalba se pidió parcela y decidió plantar dos líneas de berenjenas. Con su aparente fragilidad y natural delicadeza de porcelana, cavó la tierra, la oreó, la surcó e introdujo los brotes en el fértil humus del suelo. Mientras tanto, y en un gesto deferente hacia la hortelana y su trabajo, un coro de gorriones se arremolinaban en los almendros alegrándola con sus trinos y gorjeos, los gatos la acompañaban corriendo de aquí para allá o saltando sobre una hoja muerta que la deliciosa brisa desplazaba de un lado a otro, y hasta las pesadas cigarras en un reverente silencio cesaban en sus aserradas y rasposas tonadillas, por tildarlas de algún modo. La escena describía al detalle la comunión que Isalba mantenía con cualquier ser vivo, su extrema sensibilidad, su inmenso amor por las más sencillas y nobles criaturas, tanto que éstas cuando la presentían por el lugar la buscaban para compartir con ella al menos parte de su jornada. Durante unos días ella misma cuidó que lo que había sembrado creciese sin contratiempos, mimando los nuevos brotes, arrancando las malas hierbas, desapelmazando y oreando los pies de planta y ocupándose -en fin- de las tareas agropecuarias que estuviesen al alcance y conocimientos de una neófita en el tema, como ella era. Personalizó tanto el trato con los vegetales que los hizo suyos e incluso tomó una de las matas como su favorita, consintiéndola y favoreciéndola con caprichosos privilegios, tales como no permitir que jamás una mala hierba importunase su plácido crecimiento, o dándole de beber más veces que a las otras; de modo que el resto de la flora de vez en cuando se amustiaba en protesta por la patente discriminación que padecían. Las quejas, en parte injustas pues Isalba nunca relegó el cuidado de ninguna de ellas, no tenían más objeto que reclamar tanto mimo como el proporcionado a la predilecta. Cuando hubo de reintegrarse a sus quehaceres estudiantiles encargó a su padre que, en su ausencia y hasta que ella volviera y la retomara, fuese él quien atendiera la labranza de la pequeña y muy apreciada plantación. Y, en efecto, cada vez que Isalba regresaba con su familia, sin demasiada demora se dirigía a su finca donde constataba el milagro del crecimiento y de la vida, y el resultado ya visible de su trabajo llevado a cabo con tan tierna pasión. Por supuesto, dispensó una especial atención a su berenjena favorita, mientras las demás cabizbajas esperaban los contados remilgos que les correspondían. 

El curso y la carrera finalizó con éxito y ahora tocaba encontrar un trabajo que complaciese el tan noble y angélico espíritu de Isalba. No tardó en encontrarlo y empezaría tras la Navidad del curso entrante, pues por esas fechas una señora debía jubilarse y necesitarían personal nuevo y competente para esa plaza. El impoluto currículum y sobre todo el pertinente y tan admirable perfil de Isalba llevó a los responsables del Centro a ofrecerle un contrato indefinido, a rescindir cuando ella estimase conveniente, bien por superar unas oposiciones, o por lo que fuese. De la formalidad de la contratada no tenían duda alguna; por tanto, de ocurrir cualquier rescisión, las partes llegarían a un pronto y total acuerdo. Con objeto de celebrar acontecimiento tan relevante, ese otoño Isalba decidió viajar a León para ver a su amiga Nerea, quien a su vez también tenía muy cerca el final de su carrera de Medicina. Así que lo festejarían en tan estimable y mutua compañía. Tomó el tren en Elda y partió a través de las dos mesetas al Viejo Reino. Para Isalba León era una fiesta continua. Una de las noches de su estancia las dos amigas salieron a cenar al Racimo de Oro, nada menos. Como plato principal y manjar de dioses pidieron una caldereta de cordero, capaz sin duda de fundir en alma sensible hasta el espíritu más grosero. Y aunque Nerea a punto estaba de acabar Medicina, no por eso era imbécil y no se acababa de creer esa parte de la Ciencia médica que todo lo resuelve a base de analíticas y recetazo, de manera que se pasaron por el forro de las partes sean salvas el colesterol y los alimentos con antioxidantes, omegas y otras cosas raras que hoy en día nos piden comer. Nunca Isalba había probado un cordero tan exquisito. Al día siguiente, y aprovechando el espléndido otoño leonés, optaron por disfrutar de un día de excursión. Llegaron a la tupida floresta de la ribera del Órbigo, allí justo donde la confluencia del río Luna y del Omaña le dan carta de naturaleza e identidad propia como cauce importante de la verde planicie leonesa. El paisaje resultaba de una fastuosa belleza, mayor de la que pudiera expresar el mejor de los impresionistas, con eclosión de colores ocres y rojos burdeos de los robledales del altozano, amarillos de todos los matices en las choperas del sotobosque, rojos y fucsias en las plantaciones frutales de manzanos y cerezos, o en los bosques de hayas y abedules, o los tonos lilas de zarzales y viñedos; con agua corriendo por doquier pendiente abajo en busca de cualquier curso al que acogerse. No muy lejos de donde se encontraban una manada de vacas con sus delicados erales pacían y rumiaban en la húmeda ladera. Algo más alejado otro rebaño de ovejas pastaba custodiado por su pastor, quien en sus brazos tutelaba un par de corderitos de apenas días. Qué delicia de criaturas. Isalba se aproximó y contempló de cerca a esos frágiles borreguitos, quedando prendada de su ternura. Viéndola en sus intenciones, el gañán le extendió uno de ellos que Isalba tomó, lo acarició y contempló hasta caer absorta en una especie de ensoñación mística. De repente se sintió mal, la invadieron arcadas y a punto estuvo de vomitar, pues tanto su cabeza como su corazón se vieron sacudidos por el horripilante recuerdo de la cena degustada la noche anterior, en la que precisamente habían comido un pobre animalito como el que ella tenía ahora entre sus brazos. Por sus adentros se juró no volver a comer cordero, muy a su pesar. Ni vacuno, de los que también había contemplado sus delicados retoños, algunos de los cuales acabarían pronto en cualquier matadero de la zona. Con el tiempo fue dejando de comer todo tipo de carnes animales, ni rojas ni blancas, habiéndose reducido su dieta a verduras, hortalizas, quesos y poco más. 

El mes de abril se abría paso, con el curso ya muy avanzado e Isalba repartiendo felicidad a raudales entre sus pupilos. Prácticamente todos los niños del colegio querían asistir a clase con ella y sus jefes estaban encantados, pero por la cabeza de Isalba discurrían muchas dudas existenciales. También aquella Semana Santa se retiró Isalba a su pedazo de paraíso, a supervisar y cuidar la tanda de berenjenas que tiempo atrás había plantado, pero en esta ocasión lo hizo con especial atención y esmero, de modo que la partida de frutos que venía esa primavera era tal, que nunca antes hubo producción tan vistosa y abundante. Incluso, como de costumbre, Isalba se encariñó con una planta, aunque esta vez se excedió en los mimos y a las otras, más que nunca, se las veía mustias y con cara de enfadadas. Desde que no comía carne los gatos sólo aparecían para presentarle sus respetos, pero no quedaban mucho tiempo pues se iban a otros lugares donde pillar sobras y a ser posible previas. Sin embargo, el resto de fauna y flora la cortejaban como solían hacerlo, con trinos y silencios, reverencias y caras de enfado en las berenjenas menos afortunadas. Poco a poco éstas fueron pasando a formar parte de excelentes pistos y ensaladas varias, para gozo de los habituales y epicúreos huéspedes. Quedaba la mimada y con todo dolor de su corazón decidió cortarla, porque además si no lo hacía acabaría pudriéndose. Se acercó con las tijeras e hizo ademán de tomarla, pero la berenjena en un mohín brusco, mal educado y hasta casi violento, la esquivó. No sabía si volver a probarlo. Lo intentó de nuevo y otra vez la berenjena caprichosa se volvió a apartar con la misma brusquedad y rebeldía mostrada antes. La mente de Isalba se inundó de confusión. Ella, amante de la biología, se había olvidado por un momento que las berenjenas también tienen vida. Uno tras otro y más intentos se apartó la repelente berenjena hasta que Isalba desistió, no sin antes haber roto en llanto, medio de rabia medio de pena. ¡Que se pudriera!. El desagradable episodio desasosegó todavía más a la buena de Isalba. Dejó de comer también verduras, queso y casi de todo, siendo su dieta principal pan con agua. Poco a poco fue debilitándose, más su espíritu que su cuerpo. Menos mal que pronto llegarían las vacaciones de verano y tendría tiempo para recomponer su vida, aunque en estos momentos no sabía muy bien cómo. Pero tan confusa y descorazonada no podía continuar. Así que después de mucho y largo tiempo meditándolo y devanándose la sesera hasta la cefalea, Isalba decidió dar un vuelco total a su vida.

-II-


Tres días hacía que Isalba había llegado al Tíbet a poner en orden su confusa existencia, retirada en un monasterio budista, entre aquellos cenobitas que parecían profesar un respeto incluso exagerado hacia todo viviente, por invisible, minúsculo e indefenso que fuese; hasta el punto de limpiar el lugar por donde pisarían para no lastimar a ninguno de ellos. Extraño e inútil comportamiento, pues siempre alguno habría de perecer por encontrarse en el lugar y momento inoportunos. En medio de aquella paz real y envuelta por el monótono recital de narcóticos monosílabos, su cabeza cavilaba y cavilaba en busca de respuestas para sus existenciales dudas. Allí se encontraba muy bien, pero tampoco lo que hacían y veía en los monjes le aportaba solución alguna, por ello no podía dejar de ser crítica con un modo de vida respetable, aunque en su opinión demasiado recluida y sin ninguna contribución práctica al mundo que los envolvía y del que no parecían formar parte. Sin embargo, sí estaba plenamente segura del hambre atroz por la que de vez en cuando se sentía invadida y que aliviaba con tés y alguna pastita. Con tanta necesidad y vacío gástrico cualquiera no meditaba. Un día, en una de esas sesiones interminables de rezos y cantos, allá, al otro lado del incensado recinto divisó a un joven de aspecto pálido e inequívocos rasgos occidentales. Cruzaron varias miradas y el muchacho, tras tomar la iniciativa y dar él los primeros pasos en el acercamiento, se dirigió hacia Isalba e inició con ella una conversación que sería el principio de una hermosa relación. Oriol, que así se llamaba el aludido, era un Ingeniero Agrícola de Alicante, quien decepcionado también por el estilo de vida europeo había decidido dar un golpe de timón a su fácil, anodina e inane vida de burgués obligado a serlo. Pero tampoco él acababa de cuajar en esa otra que parecían querer vender los monjes, aspecto respecto al cual coincidía con Isalba. La relación y amistad fue creciendo hasta llegar a compartir la mayor parte de su tedioso tiempo en aquel lugar. Una de aquellas tardes tan fatigosas e interminables, como atenazadas por un hastiado silencio, con sus estómagos vacíos y el alma en ascuas por descubrir al fin alguna certeza que, aunque fuese leve, aliviase en algo su inquietud; decidieron realizar una particular e íntima sesión de meditación, los dos solos. 

Tomaron un té rojo muy especial, acompañado de unas galletitas que le habían regalado a Oriol unos tenderos de los alrededores del monasterio y practicaron unos cantos y unos rezos. Bien por los efectos del té y las pastitas, bien por el hambre que también ayuda a la mística, de pronto se sintieron ingrávidos y envueltos en una especie de pompa flotante que los empezó a transportar por una especie de túnel de la ubicuidad y de la sabiduría, donde no existían limitaciones ni trabas espaciales, temporales o materiales. Ante sus ojos comenzaron a aparecer retales de realidades nunca vistas ni vividas y de ilimitada perspectiva. Primero vieron un manzano con unas apetitosas manzanas que pendían de sus ramas, pero no podían hacer daño al árbol (ni en aquellos momentos lo necesitaban), tampoco cortar sus ramas para asar la manzana, ni utilizar el tronco talado para quitar el frío a quienes de frío muriesen. Por otra parte, el árbol robaba las sales al suelo desertizándolo, aunque sin el árbol ladrón de sales y minerales tampoco habría regulación clorofílica y de fotosíntesis. En fin, no era aquel el momento para disquisiciones o para entretenerse en cosas tan materiales como comer (en el estado en el que se encontraban ni lo querían, ni les urgía), así que decidieron dejar el árbol intacto y continuar su cósmico viaje. En medio de volteretas como las que practican los astronautas en sus naves, disfrutaban de su sideral periplo y de un bienestar jamás antes experimentado. Se vieron en Benarés, al lado del Ganges, donde la miseria e inmundicia se mezclaba con los santones que haciendo gala de su libre albedrío minimizaban la hambruna con preces recitadas cara al río, mientras el sol del este emergía de sus aguas. Por las calles de la populosa ciudad desfilaban niños en busca de la supervivencia, a los que no les vendría nada mal un solomillo de las sagradas vacas, las cuales comían mejor que el personal presente a pie de calle. Afortunadamente Isalba no tenía que elegir, pero entre vaca y niño tenía clara su elección. En el otro lado del túnel un leopardo corría tras una frágil gacelilla, sentenciada desde el mismo momento que por descuido abandonó el grupo que la protegía. Y todo ello lo estaban viviendo con una absoluta normalidad, con una serenidad interior nunca sentida, como si de un ciclo natural se tratase, tal cual era, y que ahora parecían entender a fondo. Se vieron entre guerras, entre muchas guerras que apreciaron con detalle singular y propio, de modo que también empezaron a no comprender, o quizá sí empezaron a comprender por qué unas resultaban más famosas que otras, por qué unos eran malos y otros buenos, cuando todos eran malos e incluso en no pocos casos de los que pasaron ante sus ojos la crueldad de los que llamaban víctimas superaba con creces la de quienes denominaban sus verdugos. Les pasó todo el mundo por delante y empezaron a entenderlo a su manera, a verlo con sus propios ojos y percibirlo con su alma, a observarlo con perspectiva absoluta, en ninguna dirección concreta y en todas al mismo tiempo, o sólo en la suya y a los mandos de su timón. Cuando llegaban al final del túnel de la ubicuidad y la sabiduría vieron de nuevo el manzano, se detuvieron frente a él y lo observaron. Tenían hambre y después de todo lo vivido los instantes previos, con su mente ya abierta a los nuevos conocimientos, cogieron la manzana y la comieron con infinito gusto y fruición, aún sabiendo que estaban comiendo vida extinguida que contribuiría a mantener más vidas. Después se abrazaron y se amaron tan profundamente como luego quedaron dormidos. 

-III-


Oriol e Isalba esperaban con infinita ilusión y anhelos un bebé concebido en ese milagroso viaje al Extremo Oriente. Isalba, esa adorable joven que siempre fue ella misma, pero que en su natural discreción a veces pedía permiso para serlo, había esposado con un joven sensato y estable, cuya acomodada familia lo había dotado de una excelente educación, aunque no habían conseguido hacerlo entrar en la cadena de sus expectativas, ni que se sintiese de los unos (los suyos) o los otros (los contrarios). Aún así siguió siempre muy unido a su progenie pues, al fin y a la postre, junto a su compañera, la familia de ésta, los hijos que viniesen y su gratificante y medioambiental trabajo era lo único que de verdad le interesaba. Isalba continuaba dando sus clases en el Centro en el que siempre quisieron tenerla y Oriol disponía de una pequeña empresa dedicada al asesoramiento e intervención en agricultura sostenible, más que ecológica, pues el término ponía de los nervios al lúcido Oriol. Su ecologismo no era militante, pero sí más eficaz que todos los arcoirisados ejércitos de salvación del mundo. No, no eran precisamente Isalba y Oriol quienes más acelerasen la destrucción del planeta, al que desde su experiencia en el Tíbet vieron siempre como un elemento más de la cadena al que correspondía un papel que cumplir. Desde hacía ya bastantes meses comían equilibradamente, de hortalizas y quesos, a pescados y carnes variadas, erales y añojos incluidos, más ahora que esperaban esa deseada criatura aún nonata y que necesitaba ser alimentada por boca de Isalba. La incipiente familia, fiel al estilo de vida que anhelaba llevar, había comprado una hermosa y muy acogedora casa a las afueras de Elche, desde luego bastante parecida al palacio de verano de los padres de Isalba. En ella los gatos volvieron a multiplicar sus visitas, tanto las de cortesía como las interesadas -claro está-, retornando a los antiguos e incruentos conflictos territoriales entre la joven embarazada y los felinos. En realidad no podían vivir los unos sin la otra, y al revés. Según ya una arraigada usanza, Isalba había reservado la parcelita donde cultivar sus amadas berenjenas, que aquella primavera venían, otra vez y por supuesto, con frutos especialmente lucidos y sabrosos. Crió a sus retoños vegetales con el mismo cariño y apego de siempre, aunque -ahora sí- sin discriminación; o al menos lo procuraba, pues siempre habría una planta preferida. Le gustaba su huerto y su vivienda, su cocina y sus recetas, sus comidas y sus niños. Le encantaba vivir como vivía. Encontraba muy gratificante y se sentía plena con ejercer de mujer de su casa, faceta no muy bien vista en tiempos de sabiduría sectaria y epidérmica. Con toda su conciencia, con todo su criterio y como decía esa canción de uno de sus gemiautores favoritos: “Tuvo fe, mantuvo su criterio y siempre conservó la curiosidad”.

Conmemoraban el octavo mes de su primer embarazo (luego vendrían más) y el menú de celebración con la familia de uno y otro lado consistiría en verduritas especiales traídas frescas de la huerta, además de cordero al horno y de postre un sorbete de fresas salvajes, también cultivadas por la pareja. Isalba se dispuso a preparar las viandas, tomó sus tijeras podaderas y se dirigió al huerto a cosechar los ingredientes. Tajó por aquí y por allá cuanto necesitó. Las berenjenas escaseaban y ya quedaban pocas unidades. Las cortó y recogió, pero cuando llegó frente a su berenjena favorita se detuvo y dudó. No sabía qué hacer, ni siquiera tras la lección aprendida en el Tíbet, ni siquiera pensando en el hijo que llevaba dentro. Hasta tal punto la ahogaba su sensibilidad. Todavía se acercó a ella sin ánimo de podarla por miedo a una temida reacción que, si bien no se produjo, aun así desistió finalmente de hacerlo. Allí se quedaría y que el ciclo de la vida le diese el fin adecuado. A punto estaba de alejarse, cuando otra vez sorprendida observó que la berenjena se inclinaba dócil y sumisamente a su paso, mostrándose y como ofreciendo su fruto para el sacrificio, por mor tal vez de su rol en la naturaleza, que también era el de fortalecer la criatura de su mentora y cuidadora que venía en camino. Daba el manso vegetal la sensación de tener muy claro su papel en el ciclo de la vida y parecía estárselo expresando a Isalba. Ya sin dudarlo más, Isalba se acercó a la planta y ésta de nuevo se inclinó suavemente para ser podada. Con todo el dolor de su corazón y cerrando los ojos como quien pide a Dios clemencia cortó el fruto y se dirigió a la cocina, donde preparó el pisto más sabroso jamás catado por paladar humano. 

A partir de entonces, tan felices vivieron que vinieron cuatro hijos más, aparte del concebido en la montaña sagrada. Ya tenía Isalba cuanto quería; esto es una casa, un muy juicioso y maduro compañero que fue siempre el amor de su vida, unos hijos maravillosos y una guardería donde los niños la adoraban. Tampoco nunca más nadie osó darle lecciones de ecologismo y sostenibilidad, porque incluso cuando regresaba a casa con su prole, los granados se inclinaban a su paso, las lantanas se erizaban, las buganvillas agitaban sus coloridas hojas produciendo bulliciosos aplausos y toques de campanilllas, las chicharras guardaban silencio, los gatos regresaban regocijados a oír en su boca algo de sus amores, o de sus broncas si algo de las previas se hubieren apropiado. Así fue siempre Isalba, un ejemplo de equilibrio entre su mundo particular e íntimo y el más amplio al que, junto con su cabal compañero, siempre cuidó con eficacia y sin alharacas militantes ni superfluas. Y, sí, ansiaba entretenerse en su casa y en su cocina, aunque nunca se sintió capaz de ser ella misma quien diera matarife a cualquier animal que luego tuviese por destino la cazuela. Así era Isalba.

FIN
El Diantre Malaquías

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