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13 marzo 2022

(₸X) Los árboles no se tocan (O la pequeña historia del concejal “freaky”)


Cualquier parecido de lo que a continuación se narra con la realidad presente o pasada será pura coincidencia. De no serlo, resultaría muy divertido. Pero confieso, lector vivaz, mi temor porque alguien pueda sentirse aludido o en su sensibilidad zaherido y déle ahora, cual Nerón de un fútil imperio periférico, por arrasar las capas arbóreas de la urbe y mostrar así su siempre probada eficiencia. Tampoco sería la primera vez que a alguien le da por aniquilar como un poseso plantaciones enteras. Sin embargo, en este caso que nos ocupa, nada nuevo ha sucedido para que no les pueda contar la agridulce historia de un edil que se propuso mantenerse en política, a pesar de su pensamiento lúcido y honda sabiduría. Voy al relato. 

No diré érase una vez (lejos de mi tal bobada), sino éranse muchas veces, demasiadas veces, que un abnegado servidor público no era comprendido en la tarea de diseñar -¡qué otro verbo podría ser!- una ciudad habitable y sostenible (claro). La gente, la banal y la no tanto, empecinada en su estulticia, carecía de sensibilidad y agudeza para entender sus sesudos proyectos. Incondicional usuario del ordenador, aunque también poeta, volcó nuestro dignatario todo su empeño en planificar un hábitat racional. En realidad su plan se disoció y se convirtieron en dos. Uno dirigido a un retoque general del “look” urbano. El otro encaminado a instituir una calle piloto donde experimentar un urbanismo de avanzadilla que fuera extrapolable y, desde luego, lugar de regocijo para el resto de la ciudadanía. 

Para el primero programó el “bicho catódico” (o lo que rayos sea) con las variables PRESUPUESTO, ECOLOGÍA-OXIGENACIÓN y COMODIDAD; concretó sus constituyentes y apretó la tecla ”intro”. El resultado no le pareció brillante, pero sabían él y los pragmáticos que había recreado la mejor ciudad posible. Es más, y para ser justos, de sobra hizo con ser generoso en la relación “espacio disponible”-“número de plantas” (apartado ECOLOGÍA-OXIGENACIÓN). Así, los árboles inundaron las aceras, los coches retrocedieron, la gente se tiró a la calzada sin remedio, en fin, todo dio un vuelco en su habitual función. Aparecieron las críticas y otros sarpullidos verbales pero él, aunque agraviado, con digno y encomiable orgullo optó por no cejar en su voluntad primera. Era suya toda la razón, pobre.

No acabaron ahí los males del pergeñado personaje. Véase si no. En relación al plan piloto eligió para su aplicación una calle que no estaba del todo tan mal. Y de nuevo el buen criterio impuso el empleo del ordenador, aunque esta vez lo hizo de manera más flexible, diríase un tanto menos gélida. Introdujo las claves pertinentes (entiéndase PRESUPUESTO, ESPACIO MEJORABLE y ELEMENTOS APLICABLES), y precisó los conceptos. Además, por aquello de hacer del programa algo más sensual, añadió la categoría ARTE que definió, entre otras cosas, como frondosidad, contraste, etc. Después activó el sistema. ¡Cuán descorazonador fue lo que salió en pantalla !. Debido a lo exiguo del presupuesto apenas salían unos metros cúbicos de asfalto para cubrir una ínfima parte de la calzada a mejorar. Los árboles no podrían ser tocados. Ni un euro más, pero que ni uno para nada. ¿Qué podía hacer?. Una verdadera pena. Sin embargo su afición artística palió en algo su primer desasosiego. Sacó a relucir su vena por los tropos arquitectónicos o ficciones urbanísticas y planeó una calle “liberada”, “intramoderna”. “sostenible” (de sostenerse), más, mucho más que naïf. Dejó que los árboles crecieran a su antojo, sin cortapisas, osea, como debe ser el verdadero ecologismo. Sus ramas acariciaron las paredes, entraron por las ventanas de las viviendas para alegrar al personal ciudadano… Un lujo. Los troncos podridos contribuirían con su hebruda estética a un paisaje muy peculiar. Y en esta tesitura permítanme un inciso para señalar la extraña relación de los presuntos ecopijoverdosos y demás presuntos progres o lo que sean, con los árboles. En mi ciudad o no los podan, o de pronto les da por arrasar –literal– la floresta o , como está pasando en estos días en mi ciudad, que los podan con tanto mimo y cuidado que acicalan a uno por día e incluso con otro estuvieron dos días. En mi calle de apenas un kilómetro llevan media primavera y dos alcaldes. Parece ser que por fin han aprendido a cuidar con ecológico mimo. Nuestro alto munícipe mandó extender la brea primero (ahí lo racional del plan) para satisfacer necesidades tan elementales como garantizar a los viandantes que los días lluviosos volverían a casa tal cual de ella salieron, si acaso un poco empapados pero no de marrón. El resto del alquitrán sería distribuido al azar. ¡Qué parches de diseño!. Un primor. El hombre consiguió en poco tiempo hacer realidad dos de las ideas directrices de su bien trazado proyecto: contraste y frondosidad.

Pero los resentidos, la plebe y turba, la chusma de siempre no estaba dispuesta a engullir y aprovechó la coyuntura para montar una campaña falaz contra el laborioso concejal. La oposición fue feroz, la cólera popular alcanzó cuotas nunca imaginadas contra un servidor del pueblo “social y de progreso”. Las paredes aparecieron anegadas de papel con su caricatura y la inscripción “El Bartolo”, supónese que relacionada con el modismo del que se tiró a La Bartola. Sin duda alguien había detrás de todo aquello para capitalizar el descontento populachero. Estaba todo demasiado sibilinamente organizado. 

Hizo nuestro hombre un repaso a su vida y consolóse con sus reflexiones. Nada, nada se le había entendido. A la gente, esa horda inculta y facinerosa, ¿qué sensibilidad cabría exigírsele?. Él quería que en la ciudad sus habitantes anduviesen desahogados y para ello nada mejor que obligarlos a tirarse (otra vez el dichoso verbo), cuando menos, a la vorágine liberada de la calzada. Y lo hacía por su bien y sólo por su bien. ¿O acaso aquellas aceras tan estrechas no constituían un verdadero peligro?. Los días de diluvio universal (tan frecuentes en climas de anfibio) los peatones se jugaban hasta la niña de sus ojos con los paraguas del prójimo. En todo tiempo las caquitas de los perros eran, como poco, un pringue a evitar, si no como una piel de plátano en el último de los peldaños. Pero todo estaba pensado. Quedarían como espacios reservados para sortilegios de supersticiosos, que también votaban. Ya saben, pisa mierda y … Si esto no es prevención o planificación seria, que bajen Dios o Marx (un respeto) y lo vean. 

Sabía muy bien nuestro hombre que esta ciudad estaba necesitada de emociones nuevas. Así, dejó a las ramas entrar por los balcones, para que sus hojas dieran relente a narices sudorosas esas cálidas jornadas de verano. Entraron los gorrioncillos para arrullar “in situ” el despertar del vecindario y las orugas compartieron nuestra ensalada de atún. ¡Qué gloria!. Cuando los troncos se pudrieron, premeditadamente asfixiadas sus raíces para un noble fin, lejos de tocarlos dejó que ahuecaran sus entrañas, enervaran su figura, que fueran, en fin, configurando un paisaje (deteriorándose, dirían los críticos de siempre) salido de un bello colocón psicodélico en Pink Floyd. ¿Tan difícil era de entender?. De haber sabido que al personal no le gustaba esta estética (por los árboles ya había dado hasta su carrera) él, que era político, hubiera hecho la manicura a la ciudad dos o tres veces al mes. Ni un brote, ni un esqueje más. Por no entenderlo, no le entendieron ni lo del asfalto para cubrir los baches, tan peligrosos en una ciudad donde abundan los coches con alerones galácticos y el loro a todo trapo. Tampoco que optara porque las cosas y casas de los demás quedaran igual, que las suyas no. Al fin y al cabo tenía el prudente pensamiento de no meterse en casa ajena. Estaba tranquilo y contento con su vida. Había vivido una juventud casi plena de obrero del metal, pero con su buga de los seiscientos canutos y polvos (echando corto). Él alucinó por un tubo con auroras boreales aquellas madrugadas a la salida del garito de la Plaza Real, con olor a colonia “privata” y un pelín traspuesto. Se le acababa su carrera política, pero sólo de momento. Él llevaba la política en las venas (alguna vez más que otras). Dimitiría, pero, oh cielos, volvería y ya imaginaba una calle donde acera y calzada cambiaran el orden. La acera sería central, una especie de rambla, para evitar que las ramas molestaran a los vecinos. Los coches aparcarían entre árboles que delimitaran la acera. Etc. Sangre y figura. 

Fin 
Los relatos sucintos del Diantre Malaquías 

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