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24 enero 2023

(₸X) Cuento del pagano ciudadano (de cuando las copias eran en papel-carbón)


Dicen que murió de ira. Siempre tuvo por hospitalaria a la ciudad que eligió para ejercer su oficio; pero los “virreizuelos” de la misma, en su mayoría venidos a más, nunca parecieron enterarse de los mangoneos de sus economistas y contables. Amaba a sus gentes. No en vano había ejercido la docencia durante años en varios centros del lugar. Sin embargo, su espíritu inconformista no le permitía establecerse de forma definitiva en ningún lado. Un día decidió romper lazos con lo provisional, asentó su cabeza y su vida y cambió de actividad profesional. Tenía ímpetu, seguridad y conocimientos suficientes para ello. La competencia ya se completaría con la práctica. Arregló sus papeles como mejor supo, buscó subvenciones fáciles y todo el parné que pudo y se lanzó a la aventura de establecerse por su cuenta. Movió los hilos precisos, invirtió su dinerillo y -por fin- abrió despacho de profesional en ejercicio libre.

Los primeros tiempos fueron muy difíciles, casi insalubres (sí, así). Nunca hasta entonces había percibido con tanta crudeza lo insultante que puede llegar a ser la ignorancia del opositor a ignorante; esto es, el obtuso de mente estrecha, o sea, el necio verdadero y además recomendado (que si no, por otra vía no llegaba). Por otra parte, las deudas lo inundaron. No podía atender con puntualidad y prestancia de ciudadano ejemplar el pago de impuestos y otros sablazos. La vida, en suma, se puso imposible. Como suele suceder en estos casos, acudió a familiares y amigos en busca de ayuda para tapar socavones de su maltrecha economía. Esta confianza que encontró en sus allegados le sacudió el alma. Poco a poco empezó a asomar la nariz por entre el fango y la vorágine del vil metal. Dejó de temer a los recaudadores. Recuperó el optimismo con la gente, pues comprendió (una vez más) que de todo hay en todas partes. Eso sí, y no sé si por azar, en unas hay más de una determinada calaña que en otras. Apuntaló pasito a pasito su “modus vivendi” y optó por cumplir honradamente con el deber solidario de la deposición tributaria. 

¡Cuánto le habían amenazado con embargos!. Revisó sus documentos, calculó el montante con un margen de error (hacia arriba, claro está) del veinticinco por ciento y se dirigió a la oficina de recaudación. Allí exigió sus cuentas. Su sorpresa fue de espasmo al comprobar que el total presentado era cuatro veces superior al margen de error calculado (hacia arriba, claro). En esta ocasión el veinticinco por cien había fallado. Indagó y dedujo que le estaban cobrando dos veces por el mismo concepto en cada uno de los ejercicios tributarios, y además el lote completo de un año que él creía haber pagado. Incluso presentó un justificante, pero no pasó de “presunto”. Cosas del papel carbón de la época. Los “zaqueos” de turno lo mandaron primero a hacer gárgaras y después a reclamar a otra ventanilla de otro edificio, aunque -efímera suerte- de la misma ciudad. Aquel lugar apestaba. Le dijeron que pagara y más tarde hablarían. Su cara enrojeció hasta casi reventar sus venas, pero las contuvo y salió raudo. Volvió de nuevo a la siniestra oficina de recaudación y sucedió otro tanto. De no ser por su sensatez se hubiese arrojado contra una cristalera. 

-Al fin y al cabo- pensaba -éstos no son los responsables últimos (¡pobrecitos!), sino simples ejecutores-.

Pero la duda se apoderó de él por todas partes y poros. Aquello le pareció la cueva de Alí Babá. O algo peor: la imagen de unos vasallos arrastrándose bajo la bota del verdugo, para rendir tributo material a sus señores. En el recinto de la oficina se oía de todo.

-Yo nunca he tenido un bar en la calle Zorras y Baches- exponía una señora de mediana edad.

-Habrá otro con el mismo nombre- replicaban los recaudadores sin el menor pudor ni asomo alguno de sonrojo. 

-Además, tampoco he tenido nunca un renaú cinco y el seiscientos hace seis años que aquí mismo lo dí de baja- contraatacaba la primera. 

Otros muchos decían haber pagado dos veces el mismo impuesto por un ciclomotor, o por el bar, o … en fin, tantas cosas. Tuvo la tentación de ir con una grabadora y recoger tan sólo media hora de lo que allí se comentaba, pero no lo hizo. Sin embargo no descartó la alternativa de buscar una emisora de radio, valiente y con ganas de presentar la realidad tal cual es, que lo hiciese. Sería un programa original y dramáticamente divertido. 

La sospecha se incrustó en su mente como un tumor y se hizo extensible a los empleados parapetados detrás de aquel mostrador. Él, rousseauniano de toda la vida, nunca había desconfiado de la bondad natural de las personas (incluida la de los políticos), pero era tal el número y calibre de los errores que…. ¡Podría no estar tratando con personas honradas!. ¿Eran sólo errores, o quizás otra forma de financiar motos y coches de alta cilindrada, campañas partidistas, etc.?. No podía ser, aunque sus dudas ya nunca se desvanecieron, y aún más cuando con posterioridad se precipitaron acontecimientos de inaudita corrupción jamás vivida ni con el antiguo régimen. Y que no le vinieran con el cuento de la burocracia y sus enredos, pues ya estaba harto de oír tamaña majadería. Sentía como si le hubiesen clavado un tornillo en pleno corazón. 
Para limpiar su despacho de amenazas de embargo, pagó religiosamente (¡con perdón!) lo que debía y lo que no; dio los pasos pertinentes para recuperar, en el tiempo preciso que imaginaba casi eterno, lo que no debería haber abonado.

-Éstos no se quedan con mi dinero- se repetía obsesivo.

Luego se reunió con unos amigos para desahogarse. En el fragor de la última celebración les propuso fundar la asociación ciudadana G.O.T.A. (grupo objetor a los tributos del ayuntamiento), cuya finalidad fuese no tanto acudir a los tribunales ordinarios (ya se sabe lo inútil que resulta, y más si se trata de litigar contra poderes y bienes públicos de los que viven los más buitres); sino -y sobre todo- arrojar a la luz pública a través de todos los medios a su alcance las aberraciones tributarias existentes, cuando no la mala entraña o la negligencia e inoperancia. Seguro que esto sí les dolería, particularmente a los que no hubiesen dispuesto de tiempo suficiente para colmar su avaricia. Dispuso todo para que sus ideas se tradujeran en hechos y abrió camino. Después, antes de perder las formas por fuera y emitir juicios injuriosos sin discriminación, dejó fluir la ira por sus adentros y así, en un dulce y arrebatado colocón de sublimación teresiana, se despidió de los suyos, paró el mundo y se apeó. Hoy, desde su cósmico observatorio, pide como castigo para los responsables que se les ilumine su órgano de la conciencia y un rayo de sonrojo alumbre su jeta de una vez. Así sea. 

Fin
El mundo según el Diantre Malaquías

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